viernes, 1 de abril de 2011

En este espacio incluiré textos de amigas y amigos que comparten conmigo el mismo amor, pasión y deslumbramiento por el fascinante mundo de las palabras.
A todos ellos, mi profundo agradecimiento por la valiosa colaboración que, sin duda, habrá de jerarquizar este blog.

Orlando Van Bredam

 El agrio sabor del desconcierto


Celina no puede dormir, ni de noche ni de día, porque cada vez que duerme, sueña, y cada vez que sueña, sueña lo mismo: un árbol en el fondo de un patio y al pie del árbol un pozo y en el pozo: el cadáver de su padre. Celina ha padecido treinta pesadillas iguales, treinta ardientes pesadillas en las que el final, el brusco final antes de despertarse, es el rostro muerto de su padre con los ojos abiertos y severos. Celina sólo sabe que su padre se fue un día de su casa cuando ella tenía cuatro años y nunca más volvió. Lo sabe porque su madre se ha encargado siempre de que lo supiera, de reprocharle la huida cobarde de un hombre borroso del que apenas ha salvado Celina una mugrienta fotografía que encontró entre unos escombros, también en el patio de una casa perdida en el tiempo, a la que no regresa desde hace veinte años y que ya no le pertenece a su madre ni a ella ni a su hermana Elisa. Una casa en la salida o entrada de Pampa del Indio, donde el viento norte tiene su nido y las cigarras yacen despanzurradas al pie de un árbol, un viejo paraíso, que ahora después de veinte años inquieta sus sueños, la convierte en una solterona insomne, que en un moderno monoambiente  de Resistencia despierta sobresaltada, con el sabor agrio del desconcierto.
Celina no puede dormir y está dispuesta a buscar a Elisa, su hermana menor, y decirle que lo mejor que pueden hacer es volver a esa casa perdida de Pampa del Indio y ubicar el paraíso al fondo del patio, si es que todavía está, si es que los nuevos dueños no lo han derribado, mirarlo un rato y preguntarle qué quiere, señor árbol, que no me deja dormir, qué quiere, que mi vida es una lucha despierta y un infierno dormida, hay algo que debo saber, señor árbol, hay algo que usted por viejo sabe y yo no sé y no supe nunca. Por favor, hable, señor árbol. Y si no, calle para siempre, déjeme dormir.
-Estás loca- le dice Elisa- qué sentido tiene ir a ese pueblucho de mala muerte después de veinte años. Acordate que ni mamá está enterrada ahí, si no en General San Martín.
-Tiene sentido- explica Celina- vamos a San Martín, visitamos a mamá en el cementerio y de ahí nos tomamos un colectivo a Pampa.
Celina convence a Elisa que convence a su marido y el sábado muy temprano viajan. Hace años que ni siquiera van a San Martín, que buscan excusas para quedarse en Resistencia, ni para el día de los finaditos, van. Es bueno este viaje distendido, lleno de confidencias, tan bueno que Celina logra dormir reclinada en el asiento del Godoy, de dormir y de no soñar con el árbol y el pozo abierto y el cadáver de su padre. Elisa lo sabe porque contempla la placidez de la cara, las manos abiertas sobre la falda, la sonrisa tenue.
-Está abandonada esta tumba- dice Elisa  mientras se agacha para poner unas flores en un florero sucio, atascado de plantas muertas- le hace falta pintura.
-¿Por qué no hablamos con Aniceto que vive aquí? El es albañil, le pagamos o le dejamos la plata para la pintura , te parece?
-¿Irá a querer? Acordate que ahora tiene otra mujer y en una de esas la nueva mujer no quiere saber nada de estas cosas.
-Hablemos- insiste Celina.
El hombre viejo que las recibe en San Martín se sorprende de que esas hijastras perdidas le estén ahora sonriendo cuando nunca lo hicieron, menos cuando él vivía con  su madre. Con movimientos oxidados como una máquina en desuso, Aniceto las atiende en la soledad de una casa desierta, donde no hay un solo rastro de mujer.
-¿Solo?-pregunta Celina.
-Claro, las mujeres no quieren saber nada con los viejos enfermos y encima secos- dice sin énfasis y sin humor.
-He soñado con un árbol-le explica Celina mientras toman unos tererés- un paraíso que hay en el patio de la casa de mamá allá en Pampa del Indio. Un sueño raro, loco. Un sueño que se ha vuelto una pesadilla, una pesadilla que no me deja vivir. Está el árbol y al pie del árbol hay un pozo y en el pozo, con los ojos abiertos, está el cadáver de papá.¿Qué significa esto, me puede explicar usted?
-Claro que sí, no es un sueño,  es la purísima verdad. Ahí está enterrado tu padre, nunca se fue de la casa.
-¿Es posible?
- Vos tenías cuatro años y lo viste todo, lo olvidaste todo y ahora todo ha vuelto en tus pesadillas. Tu padre fue asesinado por tu madre, cansada del maltrato y de los golpes que le daba. Yo le ayudé a enterrarlo al pie del paraíso. Después, les dijimos a ustedes que se había ido para siempre.
Celina y Elisa se abrazan pero no se quiebran, se aprietan con desesperación pero no hay un llanto ni un gemido. El viejo Aniceto, extiende un brazo oxidado con un tereré que nadie agarra.
-¿Qué vas a hacer?- pregunta.
-Voy a hacer la denuncia. Quiero recuperar el cuerpo del padre que me quitaron- dice Celina con la voz apenas dura.
-Me parece bien- dice Aniceto y sorbe el tereré que nadie le recibió- yo tampoco puedo vivir más con esta culpa, todo el tiempo sueño con el árbol y al pie del árbol con el pozo y en el pozo, el cadáver de tu padre.

Del libro inédito Crímenes de aldea.

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Orlando Van Bredam nació en Villa San Marcial (Entre Ríos, Argentina) en l952. Reside en El Colorado, provincia de Formosa, Argentina. Es profesor en letras. Tiene a su cargo las cátedras de Teoría Literaria y Literatura Iberoamericana en la Universidad Nacional de Formosa. Ha abordado el cuento, la poesía, la novela breve, el ensayo y el teatro.
Obras publicadas: La estética de Armando Discépolo (ensayo, l974), La hoguera Inefable (poemario, l981), Los cielos diferentes (poesía, Premio Fray Mocho l982), Asombros y condenas (poesía, Premio Fernández de Peirotén l986), Fabulaciones (cuentos, l989), Simulacros (cuentos, 1991), La vida te cambia los planes" (minificciones, l994), Las armas que carga el diablo (minificciones, l996, libro seleccionado para su publicación por Fundación Antorchas), De mi legajo (poesía, Primer premio nacional José Pedroni). En 2007 ganó el Premio Emecé con su novela Teoría del desamparo (Emecé, 2007), acordado por unanimidad por un jurado integrado por Vladi Kociancich, Andrés Rivera y Abelardo Castillo. Ha estrenado numerosas obras teatrales en la región. Ha sido incluido por Mempo Giardinelli en dos antologías nacionales de cuentos. Algunos textos suyos han sido traducidos al portugués y al flamenco.
En 2009 publicó La música en que flotamos, finalista en el concurso Clarín de novela en 2007.
En este espacio incluiré textos de amigas y amigos que comparten conmigo el mismo amor, pasión y deslumbramiento por el fascinante mundo de las palabras.
A todos ellos, mi profundo agradecimiento por la valiosa colaboración que, sin duda, habrá de jerarquizar este blog.

Miguel Ángel Gavilán

Caballos


La mujer no sabía ser feliz en esa casa tan grande. La amedrentaban las columnas encaladas que se sucedían como custodios ante la puerta de ingreso o los jardines llenos de flores que de tan cuidados parecían irreales. El orden, la perfección hecha verde y cemento la distanciaban de toda tibieza, haciéndola una intrusa en ese territorio sin daño.
Recorría las habitaciones con la misma, escasa dulzura con la que recibiera los acontecimientos notables de la vida: el matrimonio, los hijos, alguna enfermedad pasajera, puntual, el disfrute de los primeros años del amor. Nada parecía retenerla de ese mundo con olor a campo y a pasado.
Salvo el sueño de los caballos.
La mujer era dichosa al cerrar los ojos, ni bien se apagaban los faroles del parque y un silencio invasor comenzaba a aplacar los rincones ruidosos de la casona. Un instante después aparecían. Eran hermosos e insolentes. Entraban llenando de  rumores las sábanas, sacudiéndose, sin respeto, contra los objetos frágiles de las habitaciones. Dorados por un sol furioso, de veranos no vividos, volteaban a corcovos los muebles y las cobijas, jugaban en la luz de los espejos, se excedían en golpes contra el cuerpo durmiente del marido.
Sólo verlos en sueños, y unas ansias irresponsables por subir a uno de esos  animales sórdidos y salir disparada hacia la mañana imposible  que les lustraba las crines, volvían a invadirle el pecho.
Cada mañana el marido la encontraba acurrucada y sonriente. Entonces la despertaba presuroso.
-¿Qué pasó?-preguntaba ella.
-Pasó otra vez. Soñabas con los caballos.
En otros días, antes de los hijos, antes de que ese despiadado orden los olvidara de ellos, la mujer le había contado el sueño, siempre el mismo, multiplicado en todas las noches. Los caballos entraban a la casa, la venían a buscar y justo cuando ella parecía decidida a seguirlos, el sueño se evaporaba y debía levantarse.
El hombre la miró un rato, después le pasó la mano por el mentón  con dulzura y siguió leyendo. Ella pensó que su marido había olvidado el relato, pero por la mañana, él preguntaba al verle ese rostro plácido, de conquista o de libertad interrumpida.
-¿Otra vez los caballos, no?
-Si. Otra vez.
Lo preocupante era que el sueño no la demacraba ni la entristecía. Más bien la hacía ver plena el resto de  la jornada. Al marido le preocupaba ese ardor nuevo en los ojos de ella, esa hermosa fatiga que devenía de cada pesadilla para él decididamente peligrosa.
Tras arropar a los hijos, tras besar una y otra vez el cuerpo del hombre que sí la quería, dejaba que los caballos entraran en su noche, a extraviarla en esa ceremonia de sudores y cascos soleados entre las alfombras y los vidrios.
Uno de los potros, ese que parecía diseñado en antracita, se detenía a su lado, esperando que la mujer lo montara para llevarla lejos, a ese lugar donde sólo los potros desbocados encontraban calma. Pero la voz de su marido deshacía al animal como quien acerca una antorcha a un cuadro.
-¿Estás bien?
-Si.-respondía la mujer.
Le resultaba tan fácil ser egoísta en esos momentos. Sentirse dichosa sin razón alguna, por esos sueños suyos que el hombre espantaba con desaliento y apuro únicamente porque no los comprendía.  Era tan íntimo el regocijo de crear su propia felicidad, sin necesitar a nadie, sin que fuera imprescindible que otros estuvieran para que la alegría sea toda en las manos.
Pasaron años. La mujer fue endureciendo su andar de juventud, el hombre peinó canas, dejó crecerse un vientre de buena vida, demoró sus lecturas o las abandonó definitivamente. Llegaba un tiempo en que los acontecimientos escritos por otros dejaban de interesar y, entonces, la monotonía más aplastante se volvía fantástica. Los hijos se fueron del campo, de su realidad para crearse la de ellos, la que fueran capaces de sostener para siempre.
Una noche, durante la cena, el marido le preguntó a la mujer:
-¿Fuiste feliz conmigo?
La mujer no supo que contestarle. Le dio un beso en la frente, lo tomó de la mano y lo condujo al dormitorio.
Se desnudaron como lo hicieran tantas veces, durante los años que congeniaron en esa costumbre. Se vieron las mismas espaldas, los senos iguales de ella, el vello oscuro y abundante de él, la cicatriz de las dos cesáreas, el lunar color chocolate en el hombro, la edad de esos desnudos impúdicos y por eso hermosos, toda escrita en la piel como sobre un cuero recién curtido.
Ella lo abrazó. Él respondió a su abrazo como un niño. La mujer le hizo un lugar o él improvisó el nido de siempre entre dos pechos blandos. Se pertenecieron  en ese calor hasta la fatiga.
-Mañana, no me despiertes.-le susurró ella, después, al oído.
El hombre asintió con los ojos cerrados.
Fue tan largo el reposo de la mujer esa noche. Tan lleno de  texturas fantásticas, de arrobamientos. Estaba la imagen del pasto y del barro manchando las paredes. El sudor y el aire sobre las magnolias comprimidas en el florero de la cómoda. Fue tan irremediable y por eso mismo natural la acostumbrada entrega de los objetos a la destrucción de la estampida, que la mujer no se sorprendió cuando abrió los ojos, lúcida, más despierta que nunca, y vio que el potro negro, ese que se le aparecía al final, para cerrar su sueño, llevaba a un hombre en la grupa, igual a su marido, que le guiñaba el ojo antes de perderse en el aire quieto de la mañana.

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Mi foto
Miguel Ángel Gavilán nació en Santa Fe el 5 de agosto de 1971. Es Profesor en Letras egresado de la Facultad de Formación Docente en Ciencias dependiente de la Universidad Nacional del Litoral. Ha participado en distintos talleres literarios e integrado numerosas muestras conjuntas. Fue integrante de la Comisión Directiva de la Asociación Santafesina de Escritores en el cargo de Secretario. Tiene publicados dos libros de poemas Testigos de la Ira (1993), que obtuvo el 1er. Premio en el Certamen Anual “Leoncio Gianello” 1995 y Propiedad Privada (2001); uno de ensayo Los párpados y el asombro (una lectura de ‘Poeta en Nueva York’)” (2001), que fuera Premio edición del Concurso Municipal de la ciudad de Santa Fe de ese año y uno de cuentos Llueve en Arizona (2010). Muchos de los cuentos y relatos que integran este libro recibieron en forma individual premios y menciones en varios concursos literarios.
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Liliana Santacroce

 Tinta Tintineo


¡Esto de andar escribiendo sobre teclados ya no mancha mis dedos con tinta! 
Aunque ahora la voz descarta los teclados,
¿Serán mis dedos los que se extingan junto a la tinta?
¿Qué pasará cuando enmudezcan las voces
y los sonidos se transmuten metálicos en los oídos?
¿Acallarán también ellos
y no podré escuchar los te quiero
los no me importas
los no ya más...?
Serán papeles los que nos sobren y serán sólo tintas por las que naveguen
solitarias palabras sobre mares sin agua
ya van de sobra muchos intentos...
Y los cansancios se doblegan sobre mis espaldas
por ahora me borran con una mirada
con un botón me excluyen del facebook
se asustan porque mis ojos son ventanas
y mis labios no atrapan silencios.
Devuélvanme a la tinta y dejen que allí me ahogue
no rescaten de mí nada
la esencia se quedó en otra parte lejana
siglos atrás
y esperanzas vanas... se sacuden y callan.
                                
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Liliana Santacroce reside en la ciudad de Córdoba (Argentina). Ha publicado Sabor ácido (1990) y trabajos suyos integran las antologías Los poetas y el amor (Escritores Cordobeses Asociados, 2001), Talleres literarios SADE narraciones y poemas (1984), Grupo literario Crecer (1987), 4º y 5º Antología Poética – Narrativa E.C.A. (2001/02/03), 6º Antología Poética Narrativa E.C.A. (2004), Encuentro E.C.A. de Poetas – Nacional y Iº Encuentro de Narrativa Bialet Massé – Nacional (2005).
Colabora habitualmente con el suplemento La Palabra del diario La Opinión, de Rafaela.
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A todos ellos, mi profundo agradecimiento por la valiosa colaboración que, sin duda, habrá de jerarquizar este blog.

José Gabriel Ceballos

Récordman


Pasa de noche, hacia el sur o hacia el norte pero de noche, cuando el río ya ha acallado casi todos sus murmullos. Crecientemente nítidas se escuchan las brazadas exactas, rebotando el plas-plas contra las barrancas. Al llegar a la curva, el ritmo se corta en un chapoteo, se desfleca el rumor y enseguida el silencio recobra su plenitud, delatando que ahora Loiácono flota casi inmóvil de cara a las estrellas. Si hay luna potente alcanzo a ver su nariz en el binóculo, subiendo y bajando en el suave resplandor. Una vez hasta creí que sonreía. Otra vez flotaba con unos martínpescadores posados sobre el pecho.
En las barrancas soy el único testigo. Hace décadas que el mundo olvidó a Alfredo Loiácono y sus hazañas. ¿A quién puede interesar hoy día la gloria de remontar el río con los tobillos amarrados al cuello, la marca de resistencia simple en estilo crawl que pretende quitarle a un finlandés, o si respira sólo por la nariz pues nada con mordaza, o sólo por la boca pues va con las fosas nasales taponadas con cera, o si en cada pierna lleva cien gramos más de plomo que cuando batió su último récord de natación con lastre...? Antes, muy antes, cuando él pasaba estas barrancas se caían de gente. La multitud se iba formando desde que las radios anunciaban su paso. Nadie faltaba, ni acá ni enfrente, en la orilla brasileña. Varios pueblos se juntaban aquí, el mejor sitio para verlo pasar.
Bueno, debo decir que alguien más lo espera: Maricarmen, la novia suicida, allá abajo, en la playita que se extiende entre la barranca y el monte. La vi en dos ocasiones. Mejor dicho, vi una mancha ligeramente fosforescente con forma de mujer, cuanto la distancia y la noche dejaban distinguir pese a que la luna no era poca. Digo Maricarmen pues en esa playita está la cruz de hierro que indica el sitio donde fueron halladas sus ropas. Una cruz que ninguna inundación pudo arrancar, por lo bien plantada que está en cemento, pero que ya nadie pinta cada tanto para protegerla de la herrumbre.
Llamarla novia parece en principio una exageración. Loiácono conoció a Maricarmen una vez que debió interrumpir su viaje justo en este pueblo, por unas tormentas desatadas río arriba. Buscaba superar su propio récord de nadar sentado en una silla. La conoció la segunda noche, durante el baile que se realizó en el Club Social para homenajearlo; bailó con ella algunas piezas; quizá la recibió después en el hotel, algo bastante posible si consideramos cuán violentos fervores Loiácono sabía encender en las mujeres. Pero nada más. Al día siguiente, como despedida, mientras aguardaba en la barranca que lo ataran nuevamente a su silla de aluminio para regresar a las aguas, ni siquiera le dio un beso muy distinto de los besos que repartió entre sus admiradoras. El título de novia lo asumió Maricarmen sin otro asidero que supuestos reencuentros en ciudades lejanas, de lo que tampoco se puede dudar demasiado pues ella pertenecía a familia rica y no le resultaría difícil reunirse con Loiácono. El suicidio en el río corroboró tal título con fuerza inapelable.
Desde luego que resulta muy misterioso por qué Maricarmen no va al encuentro de Loiácono. Esperar allí tan largamente sólo para sentirlo pasar... El amor siempre actúa de modo extraño, aun en el más allá, me digo. Una respuesta con cierta lógica sería que Maricarmen desea vengarse. Lo llama (¿por qué Loiácono elige este río para sus últimas hazañas, tras haber cumplido las anteriores en los más diversos ríos y mares del mundo?) y después ella no se le aparece. Otra respuesta lógica: Maricarmen no quiere perturbarlo, interrumpir el intento deportivo.
La primera vez que vi a Maricarmen allá abajo tuve una idea estremecedora: ¿y si también Loiácono está muerto? Quien cruza nadando en la noche no es un viejo centenario sino un fantasma... Pero yo escucho la noticia por la radio, me dije, la muerte no puede meterse tanto con la vida. ¿Pero cómo saber hasta dónde nos invade la muerte? Ondas de radio, interferencias etéreas, eso la muerte podrá manejarlo fácilmente. Ninguna dificultad, para la muerte, poner en mis oídos: El célebre récordman de la natación de resistencia y distancia Alfredo Loiácono se lanzó al río Uruguay para intentar una nueva marca mundial (y aquí el récord del caso, el de nadar con las piernas embolsadas o el de hacerlo con un brazo atado al cuerpo, por ejemplo). Se calcula que entre hoy y mañana pasará por... Yo escuché la noticia una sola vez antes de cada paso de Loiácono y cuando faltaban escasas horas; las personas con quienes comenté el asunto aseguraron no haber escuchado nada al respecto (pocas personas, ciertamente; en el pueblo quedaremos cinco o seis que recordamos a Loiácono); los periódicos no se referían al acontecimiento. Un invencible temor me impide averiguar en los otros pueblos ribereños. Y sin embargo, por momentos me atrevería a jurar que Loiácono vive. Eso sí, por las dudas no volví a proponer a nadie que me acompañe a esperarlo.
Me asisten considerables razones para creer que vive. Primero: una oscura noche iba alumbrado por algo que se adivinaba un cardumen de dorados. Un cardumen pequeño, por la extensión del resplandor amarillo, que se desplazaba cerca de la superficie, por la intensidad. Y sólo los vivos necesitan luz para andar. Segundo: el olor: en otra ocasión, también sin luna, me acerqué a él en una canoa alquilada a un pescador. No mucho, pero lo suficiente para percibir en la brisa el olor del ungüento que siempre usó Loiácono para protegerse la cara y las manos, únicas partes del cuerpo que su traje de goma dejaba descubiertas. Un olor inconfundible, penetrante, como de fruta podrida mezclada con alcohol rancio, guardado en mi memoria olfativa pese a no sentirlo yo por siglos. ¿Un difunto que se cuida el cutis? —pensé. Y decidí no seguir remando. Tercera razón: la voz. Finalmente me animé a gritarle algunas preguntas desde aquí; en las tinieblas me contestó una voz finita, propia de un anciano muy anciano, entre jadeos que no había por qué suponer fingidos (y los muertos obviamente no se cansan).
—Loiáconoooo, ¿va bien?
—Sí . Bien. Bien...
—¿Necesita algo?
—No gracias...
—¿Cree que lo va a conseguir, Loiácono?
—¿ El qué?
—¡Si cree que lo va a conseguir!
No me contestó. Recordé que entonces el récord consistía en nadar la mayor distancia aguantándose la sed y no insistí con la pregunta. La sed, otra buena razón para creerlo vivo.
No consigo imaginarlo tan anciano. Imposible figurarme otro Alfredo Loiácono que aquél que conocí cuando yo era niño. Aquél de los retratos que en estas mismas barrancas ofrecían los vendedores ambulantes. Hombres fatigados, polvorientos, con expresión ausente, que precedían a Loiácono por la orilla ofreciendo dichos retratos junto con Loiaconitos de plástico y copos de azúcar y manzanas al caramelo, entre otras mercancías, y que tal vez en la próxima muchedumbre actuaban como el entrenador, el médico o el notario enviado por un incierto Comité Internacional de Récords o el Libro Guinness. Un Loiácono de medio cuerpo, sonriente, musculoso y lampiño torso al aire, las antiparras para nadar sobre la frente, artístico jopo. Un también sonriente Loiácono de pie y completo; terno y corbata, zapatos blancos con polainas, sombrero Panamá. El Loiácono que causaba los chillidos y los saltitos de las muchachas en estas barrancas mientras la banda municipal fatigaba cornetas y tambores con sones marciales, todos los pañuelos flameaban, todas las bombas de estruendo enloquecían a los pájaros todos.
Cuando aquel atleta remoto adquiere su máxima nitidez en mi cabeza, me vuelve la idea de que tal vez él no va ni siquiera viejo, de que el tiempo no se mete con quienes todavía persiguen récords. Y por eso la mitología popular nunca lo convertirá en un santo milagroso (él nunca producirá un milagro, lo suyo no guarda ninguna relación con los milagros, es pura persecución de récords), y por eso Maricarmen se limita a sentirlo pasar a la distancia, apartada por el río de la vida que se expande a cada brazada.
Pero me pregunto: ¿y la voz, su voz de viejo?
Y mi hermosa idea se desvanece. Cuando empieza a desvanecerse la noche en el río lento y mudo.

Récordman es un cuento incluido en el libro Relator deportivo  (Ediciones Simurg, Buenos Aires, 2006) y pertenece a la "vertiente folk", aldeana, un poco naif si se quiere, que tiene como espacio mítico el pueblo de Buenavista (y que entre otros títulos incluye a El Patrón del Chamamé  y  Fabulario de Buenavista).
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José Gabriel Ceballos nació en 1955, el Alvear, ciudad argentina fronteriza con Brasil, en la que aún reside. Es abogado.
Ha publicado tres poemarios, once libros de cuentos entre ellos Entre Eros y Tánatos, El patrón del chamamé, Fabulario de Buenavista  y Relator deportivo, así como las novelas Ivo, el emperador (2003); Víspera negra (2004) y En la resaca (2010).
Ha sido publicado en España (Tiempos de culpa, Editorial La Xara; Víspera negra, Fundación Colegio del Rey; Confesiones de un extraño demiurgo, Editorial Agua Clara; y Entre Eros y Tánatos, Editorial Castalia), en Costa Rica (El patrón del chamamé, EDUCA) y en Brasil (Made in Buenavista, traducción de Sergio Faraco, Editorial Tché). En revistas y antologías ha sido publicado también en México, Puerto Rico y Uruguay.
Obtuvo varios premios regionales y nacionales, entre ellos el Premio Único de Narrativa Latinoamericana EDUCA, de la Editorial Universitaria Centroamericana, San José, Costa Rica, el Premio Alberto Lista, otorgado por la Fundación El Monte y el diario ABC de Sevilla, España; el Ciudad Alcalá de Henares por su novela Víspera Negra, en 2008, el accésit el Premio Gabriel Sué por Confesiones de un extraño demiurgo; en 2009 el Premio Tiflos de Cuentos por Entre Eros y Tánatos y en 2010 el Premio Alfonso VIII de Narrativa por En la resaca.
En este espacio incluiré textos de amigas y amigos que comparten conmigo el mismo amor, pasión y deslumbramiento por el fascinante mundo de las palabras.
A todos ellos, mi profundo agradecimiento por la valiosa colaboración que, sin duda, habrá de jerarquizar este blog.

Fernando Sorrentino

La lección


Después de terminar mis estudios secundarios, conseguí empleo como oficinista en una compañía de seguros de Buenos Aires. Era un trabajo en extremo desagradable y se desarrollaba en un ambiente de personas atroces, pero, como yo tenía apenas dieciocho años, no me importaba demasiado.
El edificio constaba de diez pisos, que eran recorridos por cuatro ascensores. Tres de ellos estaban destinados al uso general del personal, de las jerarquías que fueren. Pero el cuarto ascensor, alfombrado en rojo, con tres espejos y decorado especialmente, era para empleo exclusivo del presidente de la compañía, de los miembros del directorio y del gerente general. Esto significaba que sólo ellos podían viajar en el ascensor rojo, pero no les vedaba utilizar los otros tres.


Yo nunca había visto al presidente de la compañía ni a los miembros del directorio. Pero, cada tanto, veía —siempre desde lejos— al gerente general, con quien, sin embargo, jamás había cambiado una palabra. Era un hombre de unos cincuenta años, de aspecto “noble” y “señorial”; yo lo consideraba como una mezcla de antiguo caballero argentino y de honestísimo juez de algún tribunal supremo. El pelo entrecano, el bigote recto, la sobriedad de sus trajes y lo afable de sus maneras habían hecho que yo —que, en realidad, aborrecía a todos mis jefes inmediatos— sintiera, en cambio, cierto grado de simpatía hacia don Fernando. Así lo llamaban: don más el nombre de pila y sin mencionar el apellido, a medio camino entre la aparente familiaridad y la veneración debida a un señor feudal.
Las oficinas de don Fernando y de su séquito ocupaban todo el quinto piso del edificio. Nuestra sección se hallaba en el tercero, pero a mí, como el empleado de menor importancia, solían mandarme de un piso a otro con recados. En el décimo piso sólo había empleados viejos y de mal humor, y mujeres feas y enfurruñadas; allí funcionaba una especie de archivo donde, cinco minutos antes de retirarme de la empresa, yo debía entregar indefectiblemente unos legajos con los resúmenes de todas las tareas realizadas en el día.
Cierto atardecer, y habiendo ya entregado esos papeles, yo esperaba el ascensor en el décimo piso para retirarme. Por eso, ya no estaba en mangas de camisa: vestía el traje completo, me había peinado, ajustado la corbata y mirado en el espejo; tenía en la mano mi maletín de cuero.
De pronto, apareció a mi lado el mismísimo don Fernando, también él en actitud de esperar el ascensor.
Lo saludé con sumo respeto:
—Buenas tardes, don Fernando.
Don Fernando fue más allá; me estrechó la mano y me dijo:
—Mucho gusto en conocerlo, joven. Veo que ha terminado una fructífera jornada de labor y ahora se retira, en busca del merecido descanso.
Aquella actitud y estas frases —donde me pareció percibir cierto matiz irónico— me pusieron nervioso. Sentí que me ruborizaba.
En ese momento se detuvo uno de los ascensores “populares” y la puerta se abrió automáticamente, mostrando su interior desierto. Yo, para impedir que la puerta se cerrase, mantuve oprimido el botón, mientras le decía a don Fernando:
—Adelante, señor. Después de usted.
—De ninguna manera, joven —repuso don Fernando, con una sonrisa—. Entre usted primero.
—No, señor, por favor. No podría hacerlo: después de usted, por favor.
—Suba, joven —había alguna impaciencia en su voz—. Por favor.
Este “Por favor” fue pronunciado con tal perentoriedad que debí tomarlo como una orden. Ejecuté una pequeña reverencia y, en efecto, entré en el ascensor; detrás de mí entró don Fernando.
Las puertas se cerraron.
—¿Va al quinto piso, don Fernando?
—A la planta baja. Voy a retirarme de la empresa, igual que usted. Creo que también yo tengo derecho al descanso, ¿no es cierto?
No supe qué responder. La presencia, tan cercana, de aquel magnate me incomodaba en extremo. Me dispuse a soportar con estoicismo el silencio que seguiría por nueve pisos hasta la planta baja. No me atrevía a mirar a don Fernando, de manera que clavé los ojos en mis zapatos.
—¿Usted en qué sección trabaja, joven?
—En Dirección de Producción, señor —ahora acababa de descubrir que don Fernando era bastante más bajo que yo.
—Ajá —pasó índice y pulgar por el mentón—, su gerente es el señor Biotti, si no me equivoco.
—Sí, señor. Es el señor Biotti
Yo detestaba al señor Biotti, que me parecía una especie de imbécil presuntuoso, pero no di esta información a don Fernando.
—Y, a usted, el señor Biotti ¿nunca le dijo que debe respetar las jerarquías internas de la empresa?
—¿Có-cómo, señor?
—¿Cuál es su nombre?
—Roberto Kriskovich.
—Ah, un apellido polaco.
—Polaco, no, señor: es un apellido croata.
Ya habíamos llegado a la planta baja. Don Fernando —que estaba junto a la puerta— se hizo a un lado para dejarme bajar primero:
—Por favor —ordenó.
—No, señor, por favor —repuse, nerviosísimo—, después de usted.
Don Fernando me clavó una mirada severa:
—Joven, por favor, le ruego que baje.
Amedrentado, obedecí.
—Nunca es tarde para aprender, joven —dijo, saliendo el primero a la calle—. Voy a invitarlo a tomar un café.
Y, en efecto, entramos —don Fernando primero, yo después— en la cafetería de la esquina y yo me encontré, mesa por medio, frente al gerente general.
—¿Cuánto hace que usted trabaja en la empresa?
—Empecé en diciembre del año pasado, señor.
—O sea que ni siquiera hace un año que trabaja aquí.
—La semana que viene se van a cumplir nueve meses, don Fernando.
         —Pues bien: yo hace veintisiete años que pertenezco a la empresa —y me clavó otra mirada severa.
Como supuse que esperaba algo de mí, meneé la cabeza tratando de mostrar cierta admiración contenida.
Extrajo de un bolsillo una pequeña calculadora:
—Veintisiete años, multiplicados por doce meses, hacen un total de trescientos veinticuatro meses. Trescientos veinticuatro meses divididos por nueve meses da treinta y seis. Quiere decir que yo soy treinta y seis veces más antiguo que usted en la empresa. Además, usted es un empleado raso y yo soy el gerente general. Por último, usted tiene diecinueve o veinte años, y yo tengo cincuenta y dos. ¿No es así?
—Sí, sí, por supuesto.
—Además, ¿usted está siguiendo alguna carrera universitaria?
—Sí, don Fernando: estoy estudiando Letras, con orientación en griego y latín.
Esbozó un gesto como de sentirse agraviado por estas palabras. Dijo:
—De todos modos, hay que ver si llega a terminar la carrera. En cambio, yo soy doctor en Ciencias Económicas, graduado con notas altísimas.
Incliné la cabeza y separé un poco las manos.
—Y, siendo esto así, ¿no le parece que merezco una consideración especial?
—Sí, señor, sin duda.
—Entonces, ¿cómo se atrevió a entrar en el ascensor antes que yo…? Y, no conforme con semejante osadía, en la planta baja salió antes que yo.
—Bueno, señor, no quise ser impertinente ni pecar de tozudo. Como usted insistió tanto…
—Que yo insista o no insista es asunto mío. Pero usted debió darse cuenta de que bajo ninguna circunstancia usted podía entrar en el ascensor antes que yo. Ni tampoco salir antes que yo. Y, mucho menos, contradecirme: ¿por qué me dijo que su apellido es croata si yo le dije que era polaco?
—Es que es un apellido croata: mis padres nacieron en Split, Yugoslavia.
—No me interesa dónde nacieron ni dónde dejaron de nacer sus padres. Si yo digo que su apellido es polaco, usted no puede ni debe contradecirme.
—Disculpe, señor. No lo haré nunca más.
—Muy bien. ¿De modo que sus dos padres nacieron en Split, Yugoslavia?
—No, señor, no nacieron allí.
—¿Y dónde nacieron?
—En Cracovia, Polonia.
—¡Pero qué raro! —don Fernando abrió los brazos, en gesto de asombro—. ¿Cómo, siendo polacos sus padres, usted tiene apellido croata?
—Es que, debido a un conflicto familiar y judicial, mis cuatro abuelos emigraron de Yugoslavia a Polonia; y en Polonia nacieron mis padres.
Una enorme tristeza ensombreció el rostro de don Fernando:
—Yo soy un hombre mayor, y creo que no merezco ser tomado en solfa. Dígame, joven, ¿cómo se le ocurre fraguar tan descarado embuste? ¿Cómo se le ocurre que yo podría creer en esa fábula tan descabellada? ¿No me dijo antes que sus padres habían nacido en Split?
—Sí, señor, pero como usted me dijo que yo no debía contradecirlo, admití que mis padres habían nacido en Cracovia.
—Entonces, sea como fuere, usted me ha mentido.
—Sí, señor, así es: le he mentido.
—Mentir a un superior constituye una enorme falta de respeto y, además, como todo dato falso, atenta contra la buena marcha de la compañía.
—Así es, señor. Estoy de acuerdo con todo lo que usted dice.
—Me parece muy bien, y hasta estoy por valorarlo un poco, al verlo tan dócil y razonable. Pero quiero someterlo a una última prueba. Hemos tomado dos cafés: ¿quién pagará la cuenta?
—Para mí será un placer hacerlo.
—Ha vuelto a mentir. A usted, que tiene un sueldo muy bajo, no puede causarle ningún placer pagarle el café al gerente general, que, en un mes, gana más que usted en dos años. Entonces, le ruego que no me mienta y que me diga la verdad: ¿es cierto que le gusta pagarme el café?
—No, don Fernando, la verdad es que no me gusta.
—Pero, pese a que no le gusta, ¿está dispuesto a hacerlo?
—Sí, don Fernando, estoy dispuesto a hacerlo.
—Entonces ¡pague de una vez y no me haga perder más tiempo, caramba!
Llamé al mozo y pagué los dos cafés. Salimos —don Fernando primero, yo después— a la calle. Nos hallábamos frente a la verja del subte.
—Muy bien, joven. Debo dejarlo. Sinceramente, espero que haya interpretado la lección y que ésta le sea muy útil para el futuro.
Me estrechó la mano y descendió por la escalera de la estación Florida.
Ya dije que ese empleo no me gustaba. Antes de que terminase el año, conseguí un trabajo menos desagradable en otra empresa. En esos últimos dos meses en que me desempeñé en la compañía de seguros, vi alguna vez a don Fernando, pero siempre desde lejos, de manera que nunca volvió a impartirme otra lección.

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Fernando Sorrentino
Fernando Sorrentino  nació el 8 de noviembre de 1942 en Buenos Aires, ciudad donde reside.
Su obra narrativa está compuesta por los libros de cuentos La regresión zoológica (1969), Imperios y servidumbres (1972), El mejor de los mundos posibles (1976), En defensa propia (1982), El remedio para el rey ciego (1984), El rigor de las desdichas (1994), Costumbres del alcaucil, El centro de la telaraña, El crimen de san Alberto (2008); un relato extenso Costumbres de los muertos (1996) y una novela no demasiado larga  Sanitarios centenarios (1979, reedición muy elaborada, 2000).
Ha publicado, para niños, los siguientes libros: Cuentos del Mentiroso, 1978; El Mentiroso entre guapos y compadritos, 1994; La recompensa del príncipe, 1995; Historias de María Sapa y Fortunato, 1995; El Mentiroso contra las Avispas Imperiales, 1994; La venganza del muerto, 1997; El que se enoja, pierde, 1999; Aventuras del capitán Bancalari, 1999; Cuentos de don Jorge Sahlame, 2001; El viejo que todo lo sabe, 2001; Burladores burlados, 2006.
También es autor de dos libros de entrevistas: Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, 1974, reeditada en 1996, 2001 y 2007; Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares, 1992, reeditada en 2001 y 2007.
Sus obras han sido traducidas al inglés, italiano, rumano, entre otros idiomas.
En este espacio incluiré textos de amigas y amigos que comparten conmigo el mismo amor, pasión y deslumbramiento por el fascinante mundo de las palabras.
A todos ellos, mi profundo agradecimiento por la valiosa colaboración que, sin duda, habrá de jerarquizar este blog.

Araceli Otamendi

La tarde

Le gustaba mirar por la ventanilla las casas chatas, los pastos salvajemente largos, los árboles erguidos como estatuas heladas, los troncos  pintados con cal  para que no se los coman las hormigas. Le gustaba disfrutar del paisaje pobre, de esa ausencia de edificación lujosa, de esa misteriosa desolación de la Provincia de Buenos Aires al sur. Pasaban árboles y más árboles, también las piletas con el agua azul de los clubes de Avellaneda. Faltaba poco para llegar. El sol empezaba a entibiarse. El guarda  pide el boleto. Los ojos como dos alfileres de cabecita miran como inyectándose en las caras de las personas. Y después mirar los afiches en el fondo del vagón, el olor a encierro, el tufo del tren.
Imaginarme el piso de la casa al caminar, la madera crujiendo, las paredes silenciosas, los techos altos. El jardín…
Y entonces apareció sentado el hombre ése, o tal vez se lo había imaginado. Parecía  un fantasma, tenía algo de la desolación del paisaje en su cara. Le resultaba conocido aunque no podía recordar el nombre. Ahora se había adentrado en sus pensamientos, como internándose en el paisaje, en esa llanura interior, cubierta de pastos y de olvido, donde por momentos florecía un jardín con sol, como un retazo de memoria arrancada de quién sabe dónde. El tren se detuvo en una estación, apenas miró el cartel de pizarra negro y letras blancas con el nombre. Subieron algunos chicos que pedían monedas y daban a cambio alguna estampita con la imagen de un santo. También el vendedor de chocolates y una mujer que ofrecía el bhagavad gita y la Biblia por unos pesos, pocos. Durante algunos momentos se veía en su infancia, en el patio de aquel colegio, rodeada por esa luz acongojada que suelen tener los patios. La hora de la siesta vacía de ruidos, todos los chicos se habían ido y quedábamos dos o tres solamente y alguna silueta fantasmal y negra, con olor a jabón neutro rezando oraciones. Y ahora el hombre ése estaba ahí, descubrió en su cara unos ojos que la estaban mirando y que de tanto en tanto se detenían en la lectura de un diario abierto y vertical sobre las piernas. La frenada del tren como un quejido la distrajo. En la cartera tenía una faja recién comprada en un negocio de la calle Florida para su madre recién operada. En los pensamientos, las caras de los hijos, sus voces. Comprame un cuaderno de ochenta hojas cuadriculado. Yo necesito una escuadra. Y más allá la cara de Roberto quejándose por el trabajo, la obra no terminada, la falta de respeto de los obreros, de los clientes, de las personas en general.  Todo mezclado parecía un buen cocktail. Eran cerca de las dos de la tarde y no tardaría en llegar. Faltaba sólo una estación y se preparó para bajar.

Ya en la estación sintió el viento azotándole la cara, se dio vuelta y el hombre del vagón que la miraba estaba ahí, cerca, siguiéndole los pasos. Se apuró. Faltaba poco tiempo para que los chicos salieran del colegio. Iría caminando. El hombre se acercó y caminaba a la par. Entonces no tuvo más remedio que mirarlo a la cara. No puede ser, dijo, ¿vos? Sí, dijo él. Pero vos estabas… muerto. No te creas.
Era la imagen de alguien que había muerto hacía mucho tiempo. Alguien que una vez le había pedido una prueba de amor. Lejano, muy lejano el recuerdo y ahora aparecía ahí, en ese lugar, mientras ella corría para ir a buscar a los hijos a la escuela. Ella cruzó la calle con la esperanza de perderlo entre la gente que circulaba por el lugar. El le gritó desde la otra vereda:¿querés que haga la prueba? ¿cuál? Dijo ella, gritó también, como si estuvieran en medio del campo. Voy a cruzar sin mirar y si un auto me pasa por encima y no me mata es que estoy muerto, entonces vos tendrás razón.
No, dijo ella, y empezó a correr sin mirar hacia atrás.

Ya en la casa, con los hijos mirando la televisión se entretuvo con algunas tareas. Sacó del bolso la faja que le había comprado a la madre y la arrojó sobre un sillón. Poco después se puso a cocinar. Y mientras en la sartén crepitaban las papas recordaba los ojos del hombre, la mirada de pájaro a punto de morir o muerto, vacío, seco y el recuerdo de esa mirada le produjo algo, una cierta oscuridad interior, una cierta congoja, como aquel patio de su infancia, tan desolado. Siguió cocinando mientras las voces de los niños iban llenando la tarde, impregnando la casa y el silencio de ruidos, de risas, de peleas, de gritos, mientras el aceite seguía crepitando y el viento empezaba a soplar fuerte, a levantar tierra  y se caían al suelo algunos frascos, algunos vasos y afuera las hojas secas  de los árboles se iban arremolinando en los rincones del jardín ahora que las primeras sombras de la tarde empezaban a oscurecerlo y el verde los árboles y del pasto se convertía en azul oscuro y después en azul negro y los pájaros cantaban antes de irse a dormir.

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Araceli Otamendi nació en Quilmes, Provincia de Buenos Aires.
Se graduó en Análisis de Sistemas en la Universidad Tecnológica Nacional, Facultad Regional Buenos Aires.
Es escritora y periodista. En 1994 ganó el Premio Fundación El Libro por su novela policial “Pájaros debajo de la piel y cerveza” en el marco de la XX Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Fueron jurados Luis Gregorich, María Esther de Miguel y Josefina Delgado.
 En 2000 publicó y presentó su Antología “Imágenes de New York – Una mirada hispanoamericana” en el Centro Español Rey Juan Carlos I (NYU) con prólogo del Prof. James Fernández parcialmente traducida al inglés.
Ha publicado cuentos, ensayos, fragmentos de novela en revistas literarias y suplementos.
Sus cuentos fueron publicados en varias antologías y algunos fueron traducidos al inglés, italiano y coreano.
En 2008 su cuento “Cartas al mediodía, a la manera de Cortázar”  se publicó en la Primera Antología de autores iberoamericanos traducida al coreano “Sube a la alcoba por la ventana”, en Seúl.
Fue Directora de talleres literarios de la Sociedad Argentina de Escritores en el período 2002-2003. También fue invitada por la Biblioteca Nacional de Chile para disertar acerca de la tradición literaria argentina.
Coordina talleres literarios y seminarios de literatura.
Desde 2002 fundó y dirige las revistas digitales Archivos del Sur

http://revistaarchivosdelsur.blogspot.com/  y Barco de papel (infantil).




En este espacio incluiré textos de amigas y amigos que comparten conmigo el mismo amor, pasión y deslumbramiento por el fascinante mundo de las palabras.
A todos ellos, mi profundo agradecimiento por la valiosa colaboración que, sin duda, habrá de jerarquizar este blog.

Carlos María Gómez

Repetido Crepúsculo
                                                                 

De pie en la mañana contemplaba una vez más el sórdido espectáculo de la ciudad absolutamente despierta y en pleno proceso de contaminación expulsando gases y venenos diversos bajo un cielo que ni siquiera me tomé el trabajo de analizar en el sentido de levantar la mirada y demás demasiado esfuerzo en todo caso y aunque deba confesar que algo percibía referente al tenor de humedad en el ambiente y la temperatura sintiendo resbalar un sudor agrio sobre mi piel envejecida a causa de reiterar tareas que no me llevaban a ninguna parte como no fuese al borde mismo de la vereda donde me encuentro enfrentado a la confusa disyuntiva de cruzar la calle con el riesgo de desaparecer de inmediato volatilizado por así decirlo tratándose de una idea que no carecía totalmente de atractivos considerando la eventualidad de ser aplastado por algún pesado y rudimentario camión o colectivo que pudiesen dejarme tan chato como un vulgar papel de diario o de envolver o lo que resultaría peor y desde luego ya absolutamente bochornoso pisoteado reiteradamente por los patéticos caballitos encargados de trasladar por esas calles de dios a los carricoches de la basura o de algún verdulero extraviado en el tiempo pero luego comencé a darme cuenta de que existían otras posibilidades a las cuales acudir para destrabar la inercia del momento poniendo en funcionamiento diversas expectativas de proyección y aventura absurdamente abortadas como consecuencia de una conducta sino cobarde al menos vacilante y enfermiza siendo que como nos lo han enseñado hasta el hartazgo desde el instante mismo de nuestra llegada al barrio todos y cada uno de los problemas e inconvenientes que puedan presentarse a lo largo de este tedioso camino tienen de alguna manera su correspondiente solución sabio razonamiento que me llevó de inmediato a movilizarme en la medida que me lo permitían las piernas torpes y delgaduchas además de propensas a dolorosos calambres en un primer intento con rumbo sur luego en dirección oeste luego norte luego este hasta retornar a la situación inicial habiendo observado en todo momento la tranquilizadora presencia de puertas y ventanas hogareñas horadando los sólidos muros como señales inequívocas de que la vida aún continuaba curiosa sensación que me llevó a recorrer como cien veces y con más empecinamiento que ganas el ridículo circuito hasta darme cuenta de que asimismo podía con absoluto derecho y hasta cierta libertad abandonar tal instancia mediante el simple y efectivo recurso de levantar con la suficiente energía y determinación un brazo por ejemplo con el objeto de llamar la atención de algún conductor de vehículo público o privado o de quien fuera que se dignase recogerme lo cual en efecto llegó a acontecer y minutos después quizás meses o aún años o siglos me encontré estacionado en otra esquina probablemente de la misma ciudad tratando de dilucidar distintas cuestiones relativas mayoritariamente a la observación de comportamientos humanos para expresarlo de alguna forma y en tanto recordaba una oportunidad bastante anterior cuando alguien me detuvo mientras transitaba por los pasillos perimetrales del Mercado de Flores atestado por una multitud impaciente y asimismo ruidosa obligándome a interrumpir brevemente la marcha ya que creí entender que era interrogado acerca de mi familia vaya sorpresa siendo que venía desempeñándome en solitario desde la edad de setenta y siete años sin tener noticias de nadie vivo que se pareciese a un pariente hijo madre inclusive primo o hermano o tía ni siquiera putativos aunque siempre con la compañía de mi fiel perrito Pucky simpatiquísimo aunque ya viejo y achacoso en forma tal que le cuesta desplazarse de uno a otro lugar de la casa por las habitaciones prácticamente despojadas más allá de la cama de dos plazas la mesa  en la cocina y las sillas que utilizamos para acceder a la comida día tras día desde la mañana a la noche y en ocasiones por la tarde dejándonos llevar y transcurrir de acuerdo a las oscilaciones de la luz que alcanza a filtrarse a través del alto ventanuco orientado hacia el poniente o quizás no con tanta precisión bien podría tratarse de una dirección  noroeste o de otra cualquiera pero lo concreto es que todo viene a centrarse en la situación aludida un tanto insólita o al menos poco común teniendo en cuenta el lugar y la fecha y la hora aparte de que mi aspecto personal un tanto descuidado en el sentido de que no debía oler a jazmín o a lavanda precisamente considerando la falta de apego a la higiene que observaba en los últimos tiempos debido a múltiples ocupaciones y demás no diría que contribuyera a fomentar en principio este tipo de contactos no obstante lo cual y en definitiva debo aceptar que tal individuo logró su evidente propósito de abordarme llamándome incluso por un nombre que quizás fuese el que me correspondía de nacimiento aunque no podría asegurarlo por la simple razón de haberlo olvidado así que no me sentí en absoluto en la obligación de responder ni siquiera considerando su insistencia en cierto modo abusiva y no descartando inclusive que se haya tratado de un femenino detalle desde todo punto de vista insignificante atendiendo a que el tema o meollo de la cosa seguramente necesitaba  de una lectura más atenta y profunda luego de lo cual y estimando haber superado el trance me encaramé en una especie de tranvía que atravesando morosamente el infecto arrabal hubo de depositarme junto a la orilla de un río rodeado de pastizales y arbustos con islotes que se sucedían hasta el infinito en la contemplación meramente frontal desde la alta barranca algo desolada rescatando del olvido diversos objetos abandonados quizás en un lejanísimo y brumoso pasado flotando como trastos en el agua marrón tales como una naranja y botellas y pescados muertos y envases de plástico alrededor  de varias canoas destartaladas todo el conjunto en movimiento a causa de un oleaje no demasiado importante ya que la brisa no parecía dispuesta a intensificarse ni nada que se le pareciese de manera que he detenido mi aguda vista procurando obtener mínimos detalles de ese ilusorio presente donde vuelan pájaros apenas manchas esbozadas en el paisaje apagado y por así decirlo silencioso si no fuese porque una música cumbiambera comenzó a sobrevolar la estúpida llanura en la agonía de la tarde instándome a mover piernas y brazos y hasta el culito rítmicamente hacia arriba y hacia abajo y hacia los costados aunque sin conseguir para nada borrarme de la mente aquellas imágenes refiriéndome especialmente a la naranja podrida flotando junto a los camalotes y demás bajo nubes grises y blancas contabilizando asimismo tres arbustos y matas de pastos descoloridos además de las canoas una de ellas es verde y se bambolea como consecuencia de la acción del agua que se arrima a la orilla en forma de pequeñas olas y luego se diluye derramándose en la tierra gredosa agujereada por las cuevas de los cangrejos dejándome en definitiva una curiosa sensación de futilidad y de vértigo en partes iguales desflecadas imágenes de un antes que nunca sucedió o que resultó finalmente olvidado más aún teniendo en cuenta esta actualidad que podría catalogar como positiva y hasta esperanzadora donde creo divisar calle de por medio a una persona bastante peculiar y digna de la mayor atención sugiriéndome en una primera visualización que ha salido a la calle indudablemente a vender ya que toda su actitud así pareciera demostrarlo en la mañana esplendorosa y bajo la cruda luz que el sol derrama sobre la vereda de sucias baldosas donde algunos insectos se arrastran además de papeles y hojas y otros desperdicios habiéndoseme ocurrido tal idea ante la circunstancia de que el sujeto aludido lleva una valija o maletín o portafolios en su mano derecha colgando en el extremo de la agarradera de la manga cuya tela en un tono gris terroso pareciera exactamente igual a la otra manga ubicada en el lugar opuesto y oculta desde cierto ángulo por el resto de la tela del abrigo aunque en este caso no exista objeto alguno visible adherido a esa extremidad o prolongación de quién se encuentra situado en expectante actitud al borde de la calzada por donde un incesante desfile de vehículos circula a velocidades en algunos casos similares pero en otros absolutamente diferentes hecho que registro con relativa facilidad dado que se acercan ora del este ora del oeste y hasta desaparecer en el extremo de la recta que se inicia y finaliza en puntos ciertamente opuestos del horizonte aunque sin embargo es también probable que su mirada apunte hacia otros objetivos como podría deducirse de la disposición general de su cuerpo y en particular debido a la inclinación del rostro donde la abertura angular desde la cual acaso miran sus ojos es la que se necesita  para fijar detalles de la línea de edificación ubicada junto a la vereda de enfrente llevándome a suponer que todo el conjunto de manchas en movimiento que constituyen el principal elemento de la calle debe escapársele por completo absorto como se encuentra en la contemplación de muros y ventanales iluminados éstos últimos por destellos que le permitirían avizorar quizás habitaciones y recovecos ocultos rostros captados en la intimidad de un gesto miradas extraviadas demasiado expresivas o audaces para exponer en público aunque finalmente debo llegar a la conclusión de que tales acontecimientos no habrán de repetirse que inclusive son visiones que se precipitan hacia un inmediato olvido alejándose en la misma medida que el inexorable paso del tiempo me abisma en una ominosa sensación de angustia al no conseguir desentrañar los misterios o lo que sea de la jornada con el agravante de haberme dejado ilusionar con la idea decididamente absurda de que el susodicho aguardaba la llegada de un coche o calesa o algo que lo traslade hacia alguna parte a fin de concretar el intercambio de los artículos que llevaría en el interior de su maletín o cofre o como sea por lo que a partir de tales conclusiones decidí lanzarme nuevamente al camino sostenido empeñosamente por mis pobres piernas que en rigor apenas lograban mantenerme en una incierta vertical haciendo que me estremeciese como una miserable vara de bambú en el viento y en tanto atravesaba calles desiertas o de pronto atestadas de formas presuntamente humanas según lo comprueban con no poca dificultad mis ojos humedecidos por la llovizna o la niebla o por cualquier otro elemento acuoso incluso la misma brisa y hasta por la fugaz trayectoria de alguna lejanísima estrella derrumbada al otro lado del universo no obstante lo cual alcanzo finalmente el modesto objetivo trazado y ya en el interior del establecimiento que ostenta la denominación de “Bar y Copetín al Paso La Gaviota atrapo con firmeza no exenta de vehemencia el vaso que me aguarda sobre el mostrador procediendo a trasladar la razonable y hasta moderada porción de bebida ambarina hasta mi garganta reseca y sedienta que la recibe con el agradecimiento silencioso y sereno de los seres simples en cuerpo y en alma reconociendo asimismo ciertos movimientos realizados por otras manos manipulando la botella madre en distintas direcciones repartiendo mas o menos equitativamente el dulce néctar que no solamente era motivo de mi búsqueda ya que otras bocas pretendían participar de la ceremonia cuyo significado más profundo supuse que debería buscarlo en mí mismo o quizás en algún otro paraje del territorio lo suficientemente alejado de la mano temblorosa que procura llevar el borde del vaso demasiado cargado hasta sus labios de ceniza provocando pérdidas de líquido en proporciones inquietantes y de los rostros blancos como cera dando vueltas alrededor de un palo o mástil o lámpara como mariposas nocturnas achicharrándose incesantemente bajo las luces más allá de las calles y las veredas y de los edificios dormidos cuando logre una vez más ponerme en movimiento con la determinación y el anhelo de quién no va a ninguna parte con el rostro vuelto hacia el repetido crepúsculo.


(*) El presente relato se encuentra publicado en la Revista Cantera Verde (México, 2008) y en Caja Negra y otros Relatos  (ATE Santa Fe, 2009), habiendo sido adaptado para uno de los capítulos de la película Ciudad de Sombras  de Grupo de Cine de Santa Fe (2010).
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Carlos María Gómez nació en la ciudad de Santa Fe (Argentina) el 18 de abril de 1938. Escritor. Productor. Guionista y Realizador de Cine y Video.
Obras publicadas: El desarrollo (novela, 1963), Solamente con mirar (relatos, 1965), Veneno de cachiporra (novela, 1979), El enmascarado solitario cabalga hacia la muerte (novela, 1983), En el laberinto de espejos (novela, 1985), Cuentos negros (relatos, 1992), Los chacales del arroyo (novela, 1993, reeditada en 2007), Gerente en dos ciudades (novela, 1995), Alrededor de la plaza (novela, 1998), Highsmith (novela, 1995), Caja negra (relatos, 2009), Regreso al Sur (novela, 2009).
Ha obtenido numerosas distinciones, entre ellas el Premio Provincial de Novela Alcides Greca por El enmascarado solitario cabalga hacia la muerte y la Faja de Honor de ASDE por Highsmith, habiendo sido declarado Escritor destacado de la Provincia año 2009, por la Cámara de Diputados de la Provincia de Santa Fe. Su novela Gerente en dos ciudades fue llevada al cine por el realizador Diego Soffici.
Es co-fundados e integrante de la Asociación Civil Grupo de Cine de Santa Fe, habiendo participado como guionista, productor o director en las diez películas que llevan realizadas.