En este espacio incluiré textos de amigas y amigos que comparten conmigo el mismo amor, pasión y deslumbramiento por el fascinante mundo de las palabras.
A todos ellos, mi profundo agradecimiento por la valiosa colaboración que, sin duda, habrá de jerarquizar este blog.
Miguel Ángel Gavilán
Caballos
La mujer no sabía ser feliz en esa casa tan grande. La amedrentaban las columnas encaladas que se sucedían como custodios ante la puerta de ingreso o los jardines llenos de flores que de tan cuidados parecían irreales. El orden, la perfección hecha verde y cemento la distanciaban de toda tibieza, haciéndola una intrusa en ese territorio sin daño.
Recorría las habitaciones con la misma, escasa dulzura con la que recibiera los acontecimientos notables de la vida: el matrimonio, los hijos, alguna enfermedad pasajera, puntual, el disfrute de los primeros años del amor. Nada parecía retenerla de ese mundo con olor a campo y a pasado.
Salvo el sueño de los caballos.
La mujer era dichosa al cerrar los ojos, ni bien se apagaban los faroles del parque y un silencio invasor comenzaba a aplacar los rincones ruidosos de la casona. Un instante después aparecían. Eran hermosos e insolentes. Entraban llenando de rumores las sábanas, sacudiéndose, sin respeto, contra los objetos frágiles de las habitaciones. Dorados por un sol furioso, de veranos no vividos, volteaban a corcovos los muebles y las cobijas, jugaban en la luz de los espejos, se excedían en golpes contra el cuerpo durmiente del marido.
Sólo verlos en sueños, y unas ansias irresponsables por subir a uno de esos animales sórdidos y salir disparada hacia la mañana imposible que les lustraba las crines, volvían a invadirle el pecho.
Cada mañana el marido la encontraba acurrucada y sonriente. Entonces la despertaba presuroso.
-¿Qué pasó?-preguntaba ella.
-Pasó otra vez. Soñabas con los caballos.
En otros días, antes de los hijos, antes de que ese despiadado orden los olvidara de ellos, la mujer le había contado el sueño, siempre el mismo, multiplicado en todas las noches. Los caballos entraban a la casa, la venían a buscar y justo cuando ella parecía decidida a seguirlos, el sueño se evaporaba y debía levantarse.
El hombre la miró un rato, después le pasó la mano por el mentón con dulzura y siguió leyendo. Ella pensó que su marido había olvidado el relato, pero por la mañana, él preguntaba al verle ese rostro plácido, de conquista o de libertad interrumpida.
-¿Otra vez los caballos, no?
-Si. Otra vez.
Lo preocupante era que el sueño no la demacraba ni la entristecía. Más bien la hacía ver plena el resto de la jornada. Al marido le preocupaba ese ardor nuevo en los ojos de ella, esa hermosa fatiga que devenía de cada pesadilla para él decididamente peligrosa.
Tras arropar a los hijos, tras besar una y otra vez el cuerpo del hombre que sí la quería, dejaba que los caballos entraran en su noche, a extraviarla en esa ceremonia de sudores y cascos soleados entre las alfombras y los vidrios.
Uno de los potros, ese que parecía diseñado en antracita, se detenía a su lado, esperando que la mujer lo montara para llevarla lejos, a ese lugar donde sólo los potros desbocados encontraban calma. Pero la voz de su marido deshacía al animal como quien acerca una antorcha a un cuadro.
-¿Estás bien?
-Si.-respondía la mujer.
Le resultaba tan fácil ser egoísta en esos momentos. Sentirse dichosa sin razón alguna, por esos sueños suyos que el hombre espantaba con desaliento y apuro únicamente porque no los comprendía. Era tan íntimo el regocijo de crear su propia felicidad, sin necesitar a nadie, sin que fuera imprescindible que otros estuvieran para que la alegría sea toda en las manos.
Pasaron años. La mujer fue endureciendo su andar de juventud, el hombre peinó canas, dejó crecerse un vientre de buena vida, demoró sus lecturas o las abandonó definitivamente. Llegaba un tiempo en que los acontecimientos escritos por otros dejaban de interesar y, entonces, la monotonía más aplastante se volvía fantástica. Los hijos se fueron del campo, de su realidad para crearse la de ellos, la que fueran capaces de sostener para siempre.
Una noche, durante la cena, el marido le preguntó a la mujer:
-¿Fuiste feliz conmigo?
La mujer no supo que contestarle. Le dio un beso en la frente, lo tomó de la mano y lo condujo al dormitorio.
Se desnudaron como lo hicieran tantas veces, durante los años que congeniaron en esa costumbre. Se vieron las mismas espaldas, los senos iguales de ella, el vello oscuro y abundante de él, la cicatriz de las dos cesáreas, el lunar color chocolate en el hombro, la edad de esos desnudos impúdicos y por eso hermosos, toda escrita en la piel como sobre un cuero recién curtido.
Ella lo abrazó. Él respondió a su abrazo como un niño. La mujer le hizo un lugar o él improvisó el nido de siempre entre dos pechos blandos. Se pertenecieron en ese calor hasta la fatiga.
-Mañana, no me despiertes.-le susurró ella, después, al oído.
El hombre asintió con los ojos cerrados.
Fue tan largo el reposo de la mujer esa noche. Tan lleno de texturas fantásticas, de arrobamientos. Estaba la imagen del pasto y del barro manchando las paredes. El sudor y el aire sobre las magnolias comprimidas en el florero de la cómoda. Fue tan irremediable y por eso mismo natural la acostumbrada entrega de los objetos a la destrucción de la estampida, que la mujer no se sorprendió cuando abrió los ojos, lúcida, más despierta que nunca, y vio que el potro negro, ese que se le aparecía al final, para cerrar su sueño, llevaba a un hombre en la grupa, igual a su marido, que le guiñaba el ojo antes de perderse en el aire quieto de la mañana.
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Miguel Ángel Gavilán nació en Santa Fe el 5 de agosto de 1971. Es Profesor en Letras egresado de la Facultad de Formación Docente en Ciencias dependiente de
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