Cuidadosamente abrió el pequeño paquete y dejó caer el polvo blanco dentro de la cafetera. Luego revolvió con una cuchara el café hasta que desaparecieron los puntos blancos y el líquido quedó otra vez de un color oscuro, definido e intenso. Como el de todos los días. No se darán cuenta hasta que sea demasiado tarde. Después, con una rapidez que relegaba el habitual desgano con que realizaba ese trabajo diariamente, desde hacía casi un año, sacó del armario seis tazas y seis platillos y los puso junto a la cafetera, en la bandeja.
Ya está. Todo listo. Creyó disfrutar ya el placer que le brindaría la concreción de su plan. Aparentemente todo estaba como de costumbre, y, sin embargo, hoy su tarea culminaría de una forma muy distinta a la de tantos otros días; hoy, por fin, poseía el modo -que consideraba poderoso e infalible- de destruir la exasperante rutina y, sobre todo, de vengarse de esas seis personas que en el curso de muchos meses habían estado hostigándole con sus bromas, sus órdenes imperiosas, sus risas descaradas.
Pero ahora se liberaría definitivamente. Hoy se rebelaría contra el pertinaz asedio de los demás -no sólo de esas seis personas junto a las que trabajaba, sino también de todas las que conoció desde su niñez- a causa del defecto físico provocado por una profunda herida en su pierna izquierda al caerse sobre una lata y que lo obligó a caminar siempre con una torpe y cómica oscilación. Tenía cinco años cuando ocurrió eso y desde entonces su nombre verdadero fue reemplazado por el del Rengo, apodo que los demás usaron en un tono despectivo, acentuando más aún la certeza de su incapacidad. Y no pudo evitar ser llamado así; primero fueron sus compañeros del colegio y luego los que tuvo en los diversos lugares donde trabajó. Los otros habían encontrado a través de su renguera un medio para bromear y entretenerse y ello resultaba fácil porque él, como un cobarde o un sonámbulo, siempre lo aceptó todo: la ofensa y el sarcasmo, la burla y el desprecio. Vivió mecánica e insensiblemente, sólo invadido por un odio cada vez más profundo y exacerbado hacia quienes lo rodeaban y que lo impulsó a esperar, con una conformidad inaudita, el momento de vengarse. Únicamente eso quiso: vengarse. Y ese deseo lo obsesionó durante días, meses, años... Pero como el tan anhelado instante siempre era postergado por su indecisión o temor o falta de oportunidad, comenzó a creer que eternamente sería un objeto frío e inanimado para satisfacer el capricho de todos.
Ya desde que abandonó el colegio (a los nueve años, cuando murió su padre, y la precaria situación económica en que quedaron él y su madre, lo obligó a trabajar), pareció internarse en un laberinto sin salida. En el primer lugar donde trabajó se había repetido lo que sucedió en el colegio; su caminar dificultoso provocó burlas despiadadas y entonces, para liberarse, dejó esa ocupación y buscó otra; pero volvió a ocurrir lo mismo, y así, cambiando incesantemente de trabajo -siendo cadete o repartidor de almacén o aprendiz de mecánico- se fue hundiendo cada vez más en una existencia sórdida y miserable.
Durante años vegetó sin alegría, ni sosiego, ni esperanza, realizando cualquier tarea, considerando a cualquier ser que se le acercaba corno un terrible y alevoso enemigo. No me tratarán siempre como a un perro. Haré algo para impedirlo. Pero el momento de plasmar su deseo parecía siempre inalcanzable.
Hasta hoy, porque al fin tenía el valor y la ocasión de la revancha, que descargaría sobre seis personas, brutalmente. Ya no volverán a burlarse de mí. Apartando los recuerdos que lo mantuvieron un rato absorto e inmóvil, observó su reloj: ya hacía cinco minutos que debía haber servido el café.
Lentamente levantó la bandeja. Bueno, hoy será la última vez... Inició la marcha con cierto embarazo. El peso de la bandeja lo obligaba a mantener un equilibrio que nunca tuvo; y esa mañana, más que otras, temió trastabillar -lo que era muy frecuente- y caerse, porque derramando el café quedaría frustrada, o postergada de nuevo, su venganza. Debo tener mucho cuidado. Aquí llevo una bomba.
Mientras caminaba pensó que realmente ningún empleo le había resultado más penoso y desagradable que el de ordenanza en esa empresa; y, como en otras partes, sólo obedecía a la actitud de los demás. Allí creyó enfrentarse a los seres más perversos que había conocido, los que hallaron en él -como el juguete nuevo en poder de un chico- la fuente que los proveía de una diversión incesante, y todos los días la conseguían de modo distinto: tirando papeles en el piso que él acababa de limpiar, o haciéndole realizar inútiles diligencias sólo para reírse de sus pasos irregulares, o lo que era peor y él más temía, causando su caída con una zancadilla cuando llevaba la bandeja con la cafetera y las tazas.
Quiso también abandonar ese trabajo, como había hecho con otros; pero se negó a continuar su fuga constante y disparatada. Permaneció allí, dispuesto a concluir de una vez con la horrenda situación que sobrellevaba desde la niñez.
E inesperadamente supo cómo obtenerlo.
Fue el día anterior, cuando observó a su madre depositar veneno sobre las flores para resguardarlas de los insectos que había en el jardín. Sí. Por fin sabrán todos de lo que soy capaz. Por eso había sacado un poco del veneno que su madre guardaba en un aparador y esa mañana lo echó en el café.
Lentamente cruzó el corredor que desembocaba en una reducida sala, y allí se detuvo, frente a las tres puertas de las oficinas. ¿Cuánto tardarán en morir? Era la primera vez que se formulaba esa pregunta, y comprendió en seguida que no le interesaba el tiempo que tardaría en surtir efecto el veneno -minutos, horas o quizá días-, sino más bien que coronase totalmente su propósito.
Por un momento no supo en cuál de las tres oficinas entrar primero; pero, como queriendo seguir la rutina ya establecida, se decidió por la del gerente. Sostuvo la bandeja en una mano y con la otra dio dos golpes en la puerta; y oyendo una voz familiar, la abrió.
Quedó algo desconcertado. Allí no estaba sólo el gerente, como todas las mañanas, cuando servía el café, sino también los empleados. Todos: los seis. Y apenas entró dejaron de hablar y clavaron los ojos en él, casi con una repentina curiosidad, igual que si lo vieran por primera vez; y esa fijeza inusitada hizo vacilar un poco la seguridad que tenía hasta entonces.
No obstante, se esforzó por mantenerse sereno, y observando atentamente los seis rostros, casi se asombró de no descubrir en ellos ningún gesto que revelase la habitual mordacidad, pues aparecían serios, graves, como si ocurriera algo muy importante. Pero, ¿qué pasa? Casi presintió el fracaso de su plan, porque el hecho de estar todos allí, reunidos a esa hora, confería un carácter desusado a la monotonía de las otras mañanas.
-Puede servir el café, Aurelio -le dijo el gerente, en un tono suave y amable que no era el de costumbre-. Lo tomaremos aquí.
La voz lo sorprendió. Entonces trató de realizar naturalmente lo poco que faltaba para concluir su obra. Tal vez morirán los seis al mismo tiempo. Depositó la bandeja sobre el escritorio y luego, con cierto aturdimiento provocado por el silencio y las miradas de ellos -en ese momento atentas, fijas en él-, tomó la cafetera con mano temblorosa y sirvió el café. No se darán cuenta. Casi rogó que fuese así, pues aún no se sentía absolutamente seguro y temió que algo -su nerviosidad, que sin duda era evidente, o el color del café, un poco más claro que otras veces- develara lo que sucedía.
Pero, en seguida, ellos tomaron las tazas y, a rápidos sorbos, bebieron el café. Y mientras lo hacían, él deslizó la mirada por sus rostros, ya tranquilo, con un placer morboso y desconocido. Ya está. Ahora dormirán para siempre. Y tuvo el súbito impulso de gritarles su odio, de expresarles abiertamente que había conseguido aplacar un poco la carga de angustia y sufrimiento, porque ellos -sólo ellos seis de los tantos seres que desplegaron un tenaz asalto sobre él- acababan de convertirse en los destinatarios de la venganza que había estado gestando y esperando a lo largo de muchos años, y hacerles comprender, finalmente, que por primera vez era más fuerte y poderoso que todos.
Pero no expresó de ninguna manera lo que experimentaba, Sólo le pareció que sus labios pretendían esbozar una sonrisa, instintivamente, al imaginar que esos semblantes, ahora serenos y despejados, muy pronto, a causa del veneno, se tornarían lívidos, congestionados, duros, fríos. Como las hormigas. Recordó las diminutas figuras negras e inertes que cubrían el jardín luego que su madre rociaba las plantas con veneno. Aunque él no podría contemplar esas caras descompuestas por el dolor y la agonía.
Despaciosamente se dio vuelta y caminó unos pasos, pero antes de llegar a la puerta, la voz del gerente lo detuvo:
-No se vaya, Aurelio.
Quedó paralizado, como si un golpe brutal aplastara su cuerpo. ¿Qué pasaba ahora? ¿Acaso había sido descubierto? Un sudor frío lo estremeció y sintió las piernas débiles. Estoy perdido. De pronto creyó que esas seis personas se convertirían en indignados acusadores. Pero cuando su mirada aterrorizada abarcó sus rostros y los vio sonrientes, amistosos, cordiales, todo su miedo se transformó sólo en sorpresa, que se acentuó más aún al oír la voz del gerente diciéndole, como en un sueño absurdo e increíble:
-Hoy hace un año que usted trabaja aquí. Por eso, para premiar su eficacia y dedicación, todos nosotros queremos hacerle un obsequio -y tomando un pequeño paquete que había sobre el escritorio, se lo alcanzó-. Sírvase. Esperamos que sea de su agrado.
-Este cuento obtuvo el premio "Mateo Booz - 1968", otorgado por la Asociación Santafesina de Escritores.
-Integra los libros de cuentos El hombre que tenía miedo (Rafaela, Ediciones E.R.A., 1974) y El hombre acechado (La Plata, Ediciones Al Margen, 2009).
-Fernando Sorrentino lo seleccionó para el libro 40 cuentos breves argentinos Siglo XX. Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1977.
Apenas un sueño
Creyó
que una aguja le perforaba los oídos al percibir el gemido. Repentino.
Desvaneciendo la frágil quietud de la casa. Haciéndole tomar conciencia de que
él aún estaba allí, petrificado en la cama que compartían desde hacía cuarenta
y tres años, sólo capaz de efectuar esos
esporádicos y lacerantes sonidos no sólo
para exteriorizar el dolor y dar un fugaz signo de vida, sino también para
recordarle, con el vigor de una feroz puñalada, que debía seguir cumpliendo la
tarea de cuidarlo. Una obligación asumida por imperio del amor, de la feliz y
armónica convivencia de tanto tiempo, de
la íntima necesidad de tenerlo cerca y negarse a la impiadosa y cruel decisión
de confinarlo a la pieza de un hospital, a merced de manos extrañas y tal vez
indiferentes. Desde hacía nueve meses. Cuando el diagnóstico resultó incuestionable.
No supo cuanto tiempo permaneció
rígida, desprovista de voluntad o deseo para efectuar cualquier gesto, mientras
dejaba que el chorro de agua tibia la cubriera como una gratificante caricia
protectora, hasta aferrar una de las canillas y abrirla, ansiosa y con brusca
violencia, esperando que la irrupción del agua cada vez más fría tuviera la
virtud de despejarla. Cerró las canillas cuando ya no pudo contener el temblor. Será muy rápido. No
habrá de causarle más padecimiento del que está soportando ahora. Mientras se
refregaba la toalla para devolverle el calor a su cuerpo, la acosaron una vez
más las palabras del doctor Panizza al
entregarle el frasco minúsculo, que contenía un líquido levemente marrón, poniendo de relieve una dosis de caridad y
aun ternura debido a la imagen de completa derrota que reflejaban sus ojos
desencajados, la creciente curva del cuerpo, la ropa arrugada y bastante sucia
que parecía llevar por simple costumbre. No puede seguir así, Aurora. Se lo digo como amigo, más que como
médico. Si no quiere internarlo y dejar que otras personas se ocupen de él, tal
vez ya es hora de buscar otra alternativa. Y antes de efectuar un gesto o
pronunciar una palabra -había llegado a un punto en que parecía incapaz de
cualquier reacción, por obra del
agotamiento o la desesperanza o una invencible apatía-, le colocó un frasco en
una mano, la que por unos segundos, sin duda para evitar el rechazo, le hizo
mantener fuertemente cerrada. Piénselo. Es una decisión que debe tomar
usted. Y desde entonces, obligada a
enfrentar el dilema más intrincado, se debatió en completa orfandad entre el
desconcierto, la duda y un ineludible acceso de culpa, sin un instante de
tregua.
Abandonó
el baño sin vestirse, no por la premura impuesta por el desgarrante clamor,
sino por el desdén sobre todo lo referido a su arreglo personal, pues ya estaba libre de cualquier mirada
indiscreta en el ámbito de la casa. Junto a la puerta del dormitorio se
detuvo. Necesitó apoyarse en el marco, algo mareada y con las piernas
incapaces de dar un paso más, vulnerada
por la habitual pero cada vez más intolerable visión ofrecida por él: los brazos moviéndose en gestos
distorsionados; la cabeza aplastada en la almohada; un hilo de saliva
escurriéndose por la boca desdentada; el quejido monocorde quebrado, de tanto
en tanto, por gritos agudos y lacerantes. Sí. Tal vez soy
la única que puede acabar con esto. Aunque obsedida por la sugerencia del
doctor Panizza, no lograba desechar los
escrúpulos que la maniataban, sobre todo
porque se había impuesto el propósito de
preservar -sin el frenesí de la pasión
y tratando de eludir los estragos de la
enfermedad- a través de una caricia,
algún beso fugaz o la mera compañía, un
hálito del amor que habían compartido durante cuarenta y tres años.
Pero
ya le resultaba difícil lograrlo. Minada por el cansancio. Invencible.
Visceral. Quitándole el afán para seguir luchando o alentar un furtivo soplo de
esperanza. Incapaz de superar el instintivo rechazo de acostarse con él, pues la cama había dejado de ser el preciado
territorio donde encontraron siempre el modo no sólo de obtener una necesaria
tregua o reposo a la jornada diaria sino más bien para prodigarse las
confidencias que alimentaban el clima de intimidad, urdir proyectos y sobre
todo, cuando la ausencia de hijos hizo crecer el sentido del desamparo, relegar
por algunos momentos, en la embriaguez del placer, el asedio de la temida
soledad. Por eso, las últimas noches se limitó a permanecer recostada en un
sofá, sin ánimo o energías para hacer otra cosa que observar, en una casi
alucinada vigilia, al hombre que,
apresado por el dolor excluyente, ya no la reconocía ni podía responder
a cualquiera de sus requerimientos.
La
única salida. Tal vez no tenga sentido desear o esperar otra cosa. De pronto
creyó vislumbrar una luz esclarecedora.
Decidida, dio unos pasos hasta la
pequeña mesa atiborrada de cajas y frascos de remedios. A lo largo de los meses
llegaron a resultarle tan familiares que sabía de memoria el grado de eficacia
y el momento de utilizarlos. Sin vacilar
aferró uno: el último frasco que le había dado el doctor Panizza. Sí. Apenas un sueño. Profundo. Liberador. Desenroscó la tapa y vertió el
líquido en un vaso. Después,
sosteniéndolo con las dos manos en un gesto de extremo cuidado, temiendo que se le cayera, se dio vuelta y
caminó hasta la cama. Por unos segundos observó el cuerpo. Tembloroso y jadeante entre las cobijas desordenadas.
Por fin, con súbita urgencia, llevó el
vaso a los labios. Y bebió el líquido
marrón. De un solo trago.