TERRITORIO
DE
SOMBRAS Y ESPLENDOR
novela
Premio
Fondo Editorial Municipal
Rafaela 1996
De colonia a ciudad:
trasposición literaria de una crónica
Palabras preliminares
En Territorio de sombras y esplendor, Angel Balzarino nos pinta un claroscuro del corazón, reviviendo como un demiurgo de la palabra, el antiguo mito platoniano de la caverna, al proyectar flashes de pasiones y encendidas imágenes de sentimientos sobre el trasfondo oscuro del tiempo.
Gracias a su genio literario consumado (y a sus excelentes dotes para bucear en el pasado) el autor nos sumerge en el fermento original de nuestra sociedad, a principios de siglo.
Indudablemente, esta novela representa, en la trayectoria literaria de Angel Balzarino , la “summa” de un estilo ya consagrado a través de sucesivos galardones. Su prosa, limpia de escollos barrocos, de adjetivación escueta y certera, sin ornato trivial, es como la voz humana que habla desde ella: plena de simplicidad y emoción sostenida (a veces matizada por un humor irónico y medido), fruto de la madurez literaria de un profesional de las letras, porque como manifestara Micó Buchón, al referirse a la novela, “Es indispensable un conocimiento profundo del corazón humano para ser un buen novelista”.
Como todo escritor contemporáneo, ha frecuentado la escuela de Joyce, Kafka, Proust, Faulkner y Sartre (por citar a algunos de los grandes maestros), para superar el mero objetivo exploratorio del contexto y transmitir otra realidad paralela: la del lenguaje, viento a favor de las corrientes de vanguardia (caracterizadas por el monólogo interior, la actitud existencial, la estructura espacial compleja y los más sutiles refinamientos operados en la construcción de la trama).
Toda buena novela es testimonio de un tiempo. En este sentido, la función social de la narrativa es indiscutible. J. Richard Bloch opina que “Los novelistas ayudan a los pueblos a adquirir conciencia de sí mismos”. En efecto: Balzarino logra con esta obra descorrer el velo a sus congéneres, acerca de las propias raíces, para que puedan apreciar su verdadero rostro sobre el espejo retrospectivo de la historia. Es , entonces, una novela testimonial, que no sólo trata de reflejar la realidad a través de un cronista de ficción, inmerso en un contexto témporoespacial determinado, sino que lo trasciende al hacer crítica social, trazando magistralmente un cuadro ético-moral, a través de los indicios referenciales que emergen del corpus literario. Hay que reconocer, como siempre que nos referimos a una obra de Angel Balzarino , la exacerbada exactitud en cuanto a hechos y fechas (casi comparable con la rigurosidad del historiador o del investigador), si nos atenemos a la cronología de la gesta colonizadora de estas tierras, donde lo único que aparece cambiado son los nombres de personas o lugares, por razones obvias. Esa intención documental, esa insistencia de participar con la ficción en el mundo real, común en este narrador, lo ubica dentro de un realismo cosmopolita, que a la manera de Mallea, intenta configurar, a través de los personajes-clave escogidos, la esencia raigal de la ciudad, abordando el tema universal de la soledad existencial: esa incapacidad de comunicarse, propia de la desorientación en una sociedad en ciernes. (Indudablemente es kafkiana la incomunicación del hombre en un mundo cada vez más complejo, como también es propio de Onetti expresar los sentimientos del hombre encerrado en su propia soledad, duelo existencial contemporáneo que magistralmente planteara Camus).
Un creador obsesionado por el pasado, como Balzarino, conserva el “color local”, propio de un costumbrismo finisecular (expresado a través de la observación detallada de tiempos y lugares). Sin embargo, su mensaje logra trascender toda nostalgia sensiblera, al interpolar en la psiquis atormentada de sus fantasmas de ficción, la presencia avasallante de lo universal. De ahí que el realismo sólo sea una pátina en la novela, dado que la verdadera capacidad narrativa se halla en la grandeza de sus personajes, en su peripecia psíquica (y no en la mera superficie anecdótica), en su mundo interior de afectos y de odios (un mundo que está más allá de las convenciones cronológicas). Según Zunilda Gertel, “la novela de personaje es conquista de la narrativa moderna”. En ella... “el personaje es el eje portador de la esencialidad novelística”. Gracias a los narradores personales, el discurso polifónico logra anular las distancias con el lector, para que el relato provenga del mismo mundo narrado. Territorio de sombras y esplendor es por eso un collage de voces, contado desde sus personajes mismos (múltiples hablantes, en el plano consciente o inconsciente).
Puede haber lectores que discutan su filiación novelística, porque aún siguen aferrados a la tradición romántica, sin advertir que cuando actualmente se habla de “novela” no se atiende exclusivamente a la ecuación: trama+personaje+tiempo+espacio=anécdota, porque como afirmara Marshall Mc Luhan, “El medio es el mensaje”: la creación literaria no utiliza la palabra sólo para decir algo sobre determinado contexto extraliterario, sino para transformar la realidad lingüística del discurso mismo. En este sentido, la novela no trata de imitar la realidad, sino que se convierte en otra realidad: la única existencia válida es la que “viven” realmente los actantes dentro del universo de la palabra.
Esta crónica -sólo aparente de la colonización de “La Florida”- engarzada alrededor de la figura de Federico Keller (quien se debate entre dos objetos que orientan la direccionalidad de su periplo actancial: el “poder” y el “amor”) se resuelve finalmente en el polo neutralizador de la “evasión (lograda a través del suicidio). Sin embargo, la propuesta esencial, destinada al lector, es fundamentalmente lúdica, a través de distintos caminos de lectura: existe una vía laberíntica, cíclica, que obsesivamente vuelve sobre el tema clave del suicidio; otra cronológica, cuya clave son las fechas, que a modo de titulares, encabezan los capítulos (para quien desee obtener una visión coherente, lógicamente ordenada de los hechos), y una más, regida por el paratexto, que agrupa las distintas voces narrativas según la tipografía. Esta estrategia no es para nada arbitraria, ni tampoco atenta contra el corpus novelístico. Su secreto es tender un puente entre dos mundos: el externo (que la historia pintaría descarnadamente), y el otro, más profundo y secreto, inherente al ser, acosado por vertiginosas pasiones o por sentimientos a veces mezquinos, egoístamente humanos... Es así como la estructura narrativa, desde sus diferentes dimensiones, contribuye a crear una cosmovisión literaria muy particular, la que gracias a su complejidad superficial, logra enriquecer al lector con una imagen totalizadora, a través de las múltiples visiones del narrador (testigo, protagonista o cronista de los hechos).
A la manera de Proust, Angel Balzarino se lanza al rescate del pasado por medio de una pluralidad de tiempos, cuya fragmentación y fugacidad tiene una finalidad: la de transmitir la problemática existencial del “ser en el mundo”, un mundo cada vez más cambiante, despiadado y a veces absurdo. Ese fragmentarismo temporal se halla apoyado en la experimentación, a través de técnicas narrativas, donde el punto de vista varía desde las corrientes de la conciencia, al más frío enfoque obejtivo, para reflejar las dudas y angustias que caracterizan la idiosincracia humana contemporánea (estos recursos se hallan emparentados con técnicas cinematográficas, como el flash back o la camera eye). En este sentido, Claude Ed. Magny afirma que... “en la novela cada escena descrita, como en la película cada imagen, lleva en sí misma la seńal del punto de vista desde donde ha sido tomada”. Por eso, “Toda escena novelesca es tan esencialmente relativa como una fotografía”. Es así como el narrador anónimo desaparece, para dar paso a las múltiples voces que imbrincan las distintas vińetas narrativas, para dar forma a un único tejido totalizador, cuyo acabado final se logra en el íntimo mundo del lector, quien gracias a la habilidad de Angel Balzarino , se convierte en partícipe activo dentro del cosmos de la novela.
Extracto del Acta del Jurado del
Fondo Editorial Municipal 1996
“(...) En la Categoría Éditos (A), resuelven por unanimidad otorgar el premio a la obra Territorio de sombras y esplendor, presentada con el seudónimo de Raipur, fundamentando su fallo en las siguientes consideraciones: Compuesta con distintos planos y diversos puntos de vista necesita de la participación del lector para armar su unidad. La estructura está desarrollada con solvencia. Los personajes y el ambiente rural están expresados con acierto. El autor se maneja con mano firme y pinta con realismo preciso una época y un ambiente, evidenciando un trabajo previo de adecuada investigación histórica”.
César Actis Brú Arturo Lomello Adolfo Argentino Golz
Octubre 10 de 1886
Se detuvo a un paso de la puerta. Perplejo. Sin poder contener el brusco temblor que lo había acometido escasos minutos antes, cuando el estampido seco y perentorio desvaneció la oquedad del hotel y lo hundió en un estado de zozobra, casi de pánico, con la desoladora certeza de encontrarse ante un hecho enigmático y sobrecogedor.
Permaneció unos segundos a la expectativa. Sin saber qué hacer. Esperando que algo, el sonido de un nuevo disparo o la puerta abriéndose de pronto, le develara el misterio.
Por fin, como superando la repentina parálisis o impulsado por el miedo que le erizaba la piel, sólo atinó a proferir un grito mientras corría hacia la puerta de calle.
Enero 26 de 1913
Al consultar una vez más el reloj, comprobó que ya iban a comenzar los actos programados. Impaciente, urgió a su mujer y su hijo. Faltaría que lleguemos tarde, después de esperar tanto tiempo. Acercándose al espejo ubicado en un rincón del comedor, trató de ajustar de nuevo el moño de la corbata, más que por necesidad, para ocupar el tiempo o calmar los nervios. Un privilegio que merece disfrutarse largamente, como un vino de primera calidad. Para alimentar después nuestros recuerdos. Y aunque lo embargaba el regocijo por tener la oportunidad de participar del hecho más trascendente en la vida de La Florida, no podía eludir un sentimiento de amargura y desencanto al evocar a quienes sin duda tenían más derecho de encontrarse allí: sus padres y abuelos y todos los hombres y mujeres que habían contribuido con esfuerzo y renunciamiento y un trabajo firme y tesonero a la formación de la incipiente colonia. Sí. Para recibir una merecida retribución. Comprobar satisfechos en qué se ha convertido la tierra virgen y desolada que pisaron por primera vez treinta y tres años atrás.
-Ya estamos listos.
La voz clara de Edith lo sobresaltó. Al darse vuelta, observó casi admirado que tanto ella como Miguel vestían ropa nueva, de pulcra distinción, que ostentaban con inocultable orgullo. El acto de hoy merece lo mejor. Será una verdadera fiesta. Tal vez la más importante que nos tocará vivir en mucho tiempo.
-Vamos.
(Después de cerrar la puerta, quedó apoyado contra ella, rígido, como si fuera el único sostén que le iba a impedir desplomarse. Mareado. Flojas las piernas. Con la sensación de haber efectuado una carrera tan larga y fatigosa que le impedía casi respirar. Como aquella vez. Como si no hubieran pasado veinticuatro años. De improviso creyó revivir la primera noche que permaneció en un cuarto de pensión luego de bajar del barco que lo había traído a ese país desconocido. Y aunque el escenario resultaba parecido -la cama, el pequeño ropero, las paredes descascaradas, el pronunciado olor a humedad, la luz mortecina-, comprendió que el estado de ánimo variaba completamente. Ya no le quedaba huella del ímpetu, la decisión, el arrebatado fervor que lo había hecho aceptar, sin la menor duda ni asomo de vacilación, el cargo de representante de una empresa productora de vinos de Francia y partir, la tarde del 17 de abril de 1862, desde el Puerto de Burdeos en un viaje largo, agotador, que tenía un tinte riesgoso y aventurero. Conquistar el mundo. Revelar a todos mi capacidad y lo que estaba dispuesto a realizar. Se afianzó esa premisa en el curso de los tres meses de lento navegar, como si el hecho de llegar a un lugar ignoto y la misión de cumplir una tarea nueva representaran un desafío tan grande que no sólo lograba anular la dosis de inquietud y desasosiego que le había provocado abandonar su tierra natal, sino también le confería un repentino hálito de fuerza y entusiasmo. No puedo fracasar. Aunque el camino sea duro y espinoso, no puedo darme el lujo de claudicar. Tras bajar del barco, tuvo la brusca sensación de quedar desprotegido, de perder para siempre todo vínculo con las cosas que habían constituido su pasado. Un panorama, árido y fascinante, incierto y promisorio, pareció abrirse ante él mientras andaba por las calles de la ciudad desconocida, en una especie de inspección, hasta que el cansancio le hizo buscar un sitio donde pasar la noche. Entonces me dominaba el vigor y la esperanza. Lleno de sueños y proyectos. Con la efervescencia de los años juveniles, cuando los libros que leía vorazmente lograban no sólo evadirlo de la chatura del pueblo sino también intensificaban el anhelo de conocer otros horizontes. Viajar, ser protagonista de hechos relevantes, construir una obra que reflejara su empuje y capacidad. Convertido en un toro dispuesto a romper los hierros de su jaula y abrirse paso sin miedo. Desafiante. Hubiera querido gritar aquí estoy. Vean lo que soy capaz de hacer. Pudo vislumbrar un rumbo definido cuando le ofrecieron la representación y venta de vinos de una bodega francesa. No eludió el reto de ese nuevo trabajo, ni la dificultad de trasladarse a un país tan remoto como la Argentina, cuyo nombre sólo había oído un par de veces, ni alejarse del grupo de muchachos con quienes había compartido juegos y estudios, ni abandonar el afecto y el amparo de sus padres. La hora de jugarme solo. Dispuesto a concretar los sueños que me habían desvelado durante años. El ímpetu de sus veintidós años le confirió, al desembarcar en la capital argentina, un inusitado poder para salir airoso de cualquier arremetida. Sí. Otra persona. Ahora. Sin la fuerza, ni los proyectos, ni las esperanzas de aquel muchacho. Debatiéndose entre el desconcierto y la frustración, el furor y la impotencia. Apresado en un laberinto. Vencido. Solo.)
Octubre l5 de 1880
Fueron once los primeros en llegar. Mi abuelo entre ellos. Cubiertos por la tierra acumulada a lo largo de las incontables leguas que habían recorrido desde diversos sitios -San Carlos y Franck y San Jerónimo Norte y otros puntos más alejados de la provincia-, impulsados tanto por el ánimo y la esperanza de alcanzar un modo de vida más digno y beneficioso como por la especie de encandilamiento o ciega confianza que sin duda había logrado despertar él, Federico Keller, al hablar con desusada pasión y entusiasmo sobre las prodigiosas virtudes de las hectáreas de tierra que ofrecía en venta. Por eso lo siguieron. Expectantes. Tal vez con bastante recelo por el enigma que representaba el comienzo de una etapa nueva, afanosos por comprobar si era verdad todo lo prometido. Sin duda pudieron dar un suspiro de alivio y hasta de satisfacción cuando él, el hombre que los había conducido a tan promisorio lugar, detuvo el caballo y descendió ágil y presuroso y con fogosa impaciencia comenzó a hurgar el suelo con las manos hasta extraer un puñado de tierra negra y húmeda que levantó como una especie de trofeo, mientras tronaba la voz eufórica y orgullosa, miren, en ninguna parte encontrarán una tierra como ésta, virgen y fértil, a la espera de gente dispuesta a trabajar y sacarle los mejores frutos. Sin duda por largo rato los otros debieron quedar rígidos, con un aire de asombro o deslumbramiento, los ojos clavados en el hombre preocupado por mostrar las bondades del producto que deseaba venderles, hasta que naturalmente, como si respondieran a una orden tácita, expresaron un general beneplácito. Subyugados. Felices. Agradecidos.
Sí. Desde que habíamos salido del Piamonte, nunca tuvimos un ofrecimiento tan alentador. De pronto surgía cercana la posibilidad de tener un pedazo de tierra para arar y sembrar y construir una vivienda donde compartir el amor de una mujer y criar a los hijos. Desde chico había escuchado casi las mismas palabras cada vez que mi abuelo evocaba la llegada a este lugar de la provincia, donde, a pesar de su aspecto desolado -una sábana inmensa en que el cúmulo de pastos y espinillos parecía resguardar la riqueza oculta en el fondo de la tierra- y el instintivo temor provocado por lo desconocido, de inmediato consideró, como quienes lo acompañaban aquel día, que radicarse allí era la mejor y tal vez única oportunidad para acabar con la etapa de miseria y desventura. Por eso el rápido asentimiento y la firma del boleto de compra-venta por las concesiones de tierra que habrían de ser pagadas con las futuras y generosas cosechas y la urgencia por construir un reducto absolutamente propio.
Alcanzar la misma meta había logrado unir a los once hombres en una espontánea y firme decisión. Pujantes. Arrebatados. Impacientes. La quietud y soledad del páramo quedaron desalojadas rápidamente a medida que plantaban los mojones y comenzaban a levantar las frágiles viviendas y la compañía de las mujeres y los hijos los colmaba de regocijo y por primera vez horadaban la tierra en un rito fervoroso.
Así, lentamente, con tesón y sacrificio, en constante pugna por superar los obstáculos, poco a poco fue tomando forma el sitio que habría de ser conocido con el nombre de La Florida.
1924
Como desde hacía varias semanas, llegó al lugar habitual. Impulsada por una mezcla de ansiedad, rabia y creciente impaciencia, que lograba desplazar por breve tiempo la fatiga y los dolores que ahora solían azotar su cuerpo cargado de años.
No. Todavía no empezaron. Intentó armarse de resignación para aceptar un día más de inútil espera. Imponente y fastuoso, el edificio continuaba allí, a pesar de sus paredes descascaradas y ennegrecidas por la humedad, de las puertas y ventanas sucias y con los vidrios rotos. Casi invencible al paso del tiempo. Más fuerte que yo. Tal vez nunca tendré la dicha de verlo caer. Creyó ser objeto de una burla que ya no tenía modo ni capacidad para eludir. Maniatada, sin defensa ante la tenaz embestida de fragmentos de un tiempo que, al observar la propiedad donde había vivido casi veinte años, surgían con renovado vigor. No es sólo por esto. Es por él. Aunque pretendía rechazar la idea, cada vez le resultaba más claro que la figura de él -intangible, subterránea- seguía prevaleciendo como una sombra. Sin darle tregua ni libertad. Como si no hubiera muerto. Como si aún lo tuviera a mi lado.
Ya no lograba definir en qué momento había empezado a sentirse una figura minúscula y desvalida a su lado. Tal vez siempre. Porque nunca llegó a considerarme una mujer, sino simplemente alguien que podía ayudarlo y atenderlo. Necesitó muchos años para arribar a esa desgarrante evidencia. Al desvanecerse todo vestigio de amor, ternura y aun respeto. Quedándole un sentimiento de frustración, rabia y culpa por haber mantenido siempre una actitud pasiva, incapaz de cualquier iniciativa, sometida a los deseos y caprichos de él. Sí. Atontada o enceguecida por un enamoramiento que había creído para toda la vida. Sin admitir o comprender claramente todo aquello que la iba hundiendo en un progresivo sojuzgamiento: la arbitraria conducta de él; la sospecha cada vez ostensible de ser desplazada por otra mujer; la presencia de los hijos como único apoyo para sobrellevar el desdén y la humillación.
No. Nunca pude imaginar este final. Hubiera querido gritar o pegar un puñetazo, no sólo como simple expresión de iracundia o protesta sino también anhelando que tuviera la virtud de borrar el desencanto, la angustia, el sentido de la impotencia, que en el curso de los años le habían hecho relegar y hasta olvidar otra etapa. La más deslumbrante y feliz. Al conocerlo. Por primera vez me estremecía un hombre. Llenándome con sensaciones nuevas, reconfortantes, profundamente agradables. No llegó a definir si el atractivo ejercido por Federico Keller provino de su figura alta, casi fornida, cuya voz reflejaba siempre un tono de firmeza y seguridad, o por la aureola de triunfo y esplendor que gozaba en la Colonia Esperanza por ser dueño de una destilería y vender tierras para colonizar. Tal vez por las dos cosas o por esa especie de velada disputa que de inmediato pareció establecerse entre las muchachas de su edad -dieciséis, diecisiete años- con el propósito de conquistarlo o tener el privilegio de ser elegida por él. Sí. Entonces resultaba el mejor candidato para nuestras aspiraciones de casarnos. Aterradas por el fantasma de la soltería. Todas queríamos formar una familia, tener hijos, y no envejecer solas y sin ilusiones. Durante varios meses, en diversas reuniones y fiestas -por un casamiento, una carneada, una buena cosecha- donde estaba él, se entregaron a la tarea de atraerlo y despertar su interés. Anhelantes. Plenas de entusiasmo. Embarcadas en recia contienda. Hasta que él, dispuesto a casarse, tomó una decisión. Y ella fue la elegida.
Entonces creí que era lo mejor. Jamás imaginé que cometía la mayor equivocación.
(-¡Hectáreas y hectáreas! Tierra virgen. Pródiga. Lista para ser arada y sembrada -imperativa la voz del hombre, mientras las manos denotaban un claro arrebato-. Y para eso se necesita mucha gente. Hombres y mujeres dispuestos a trabajar, a soportar privaciones y sacrificios. Puedo asegurarle que serán recompensados con los mejores frutos.
Le gustaba escucharlo, dejarse invadir por el hálito de seguridad y fervor que trasuntaba Aarón Castellanos cada vez que le hablaba sobre el próspero negocio de proveer de tierra a la legión de inmigrantes que, doblegados por el hambre y huyendo del horror de la guerra, llegaban al país en busca de un espacio para vivir y formar una familia. Sí. Tal vez sea la oportunidad esperada. Creyendo que una luz esplendente surgía al cabo de casi dos años de representar y vender con pobres resultados una línea de vinos franceses. Por eso, abrumado por el sentido del fracaso, quiso asirse a esa tabla tan cercana y tentadora.
-Conozco propietarios dispuestos a vender sus tierras para ser colonizadas. Necesitan alguien que los represente. ¿Le interesaría ocuparse de ese negocio?
Otro desafío. Impredecible. Pero no podía rehuirlo. La oportunidad para alcanzar una posición desahogada y respetable o, por el contrario, caer en la mayor ruina. Y sin analizarlo demasiado, se dejó arrastrar, con un atisbo de ansiedad, temor, júbilo. Durante días y días participó de numerosas reuniones con poderosos dueños de tierras, escuchó las ofertas, expuso sus pretensiones, comprobó cómo se plasmaba en formales contratos la modalidad que habría de tener su nuevo trabajo.
Entonces apareció ella. Bruscamente. Una especie de revelación o feliz descubrimiento. Advertí de pronto que podía existir algo más importante que el trabajo o el afán de conseguir dinero. Atisbando por fin la posibilidad de vivir aquello que durante tanto tiempo debió renunciar, desplazado por otras urgencias: la búsqueda de compañía, el amor, la gratificación de algún placer. Dulcemente embriagado, seducido por la belleza de esa mujer desde la tarde en que la vio por primera vez -al reunirse con su esposo, Conrado Bossio, propietario de grandes extensiones de tierras-, aunque también invadido por una dosis de sorpresa e intriga al notar la actitud retraída, que indicaba un aire de tristeza y honda preocupación. Más que la dueña de casa, parece una prisionera desesperada por encontrar una salida o recibir una simple ayuda. Acuciado por esa impresión, quiso conocerla más, indagar sobre su mundo, que presintió grávido de zonas oscuras y aun asfixiantes. Y ya no le interesó tanto ir allí para arreglar el contrato con Bossio, sino más bien por el deseo de verla, de cambiar algunas palabras. Sí. Todo ocurrió demasiado rápido. Tal vez porque los dos deseábamos lo mismo, porque esperábamos una oportunidad para acabar con la soledad y el desamparo. Más que las palabras, fueron suficientes una mirada y algún leve gesto, para establecer una corriente de comunicación y entendimiento. Hasta acordar, en secreta y jubilosa complicidad, el primer encuentro.)
1883 - 1884
Al cabo de casi cuatro años desde que había comenzado a formarse La Florida sobrevino una sequía tan cruel y prolongada que no sólo creó un clima de agobio y desazón, sino también provocó la ruina y aun la precipitada marcha hacia otros sitios de muchos pobladores. Aunque fuertes granizadas o el sorpresivo ataque de una manga de langostas lograban mermar de tanto en tanto el rinde de alguna cosecha, nada resultó comparable con los estragos causados por la falta de agua durante ocho, diez meses, primero en la tierra sobre la que los anhelados frutos yacían mustios y ya irremediablemente inútiles, y después en el ánimo de los hombres y mujeres que, además de ver derrumbado el esforzado trabajo de la siembra, comprobaban que no tenían ningún medio para afrontar el cúmulo de deudas.
Y muchos no resistieron. Entre ellos, mi abuelo. Por eso siempre evoco simultáneamente la sequía y el momento de su muerte. Inseparables. Unidos por un extraño sortilegio. Durante aquellos días imperaba un estado de creciente tensión, malhumor, desesperanza, en nuestra casa. Con mis escasos ocho años resultaba un simple y mudo testigo, sin permiso ni posibilidad para intervenir en las conversaciones, problemas o decisiones de los mayores. Como si se tratara de un mundo inescrutable. Sólo podía observar los rostros macerados por un rictus de malestar y desaliento, comprobar cómo la charla bulliciosa a la hora en que nos reuníamos para comer había sido desplazada por un progresivo y tenaz silencio, estremecerme cuando alguna palabra soez daba cauce al dolor, la indignación o una inútil protesta. Situación parecida vivían otras familias de la colonia. Angustia. Incertidumbre. La inexorable certeza de encontrarse con las manos atadas, sin alivio ni modo de evasión. A la realidad lacerante de la sequía se agregó muy pronto el fantasma del desalojo, ya que casi nadie estaba en condiciones de cosechar un grano de trigo y por lo tanto de abonar la cuota por la compra del campo. La carga de temor, furia, resentimiento, se concentró contra la persona que poco tiempo antes les había presentado este lugar como el más propicio: Federico Keller. Y empezó a tener el carácter de una sombra nefasta, el verdugo que iba a decidir sobre ellos sin piedad, brutalmente.
-Esta mañana se fueron los Bonazzola.
Una noche mi padre quebró el habitual silencio de la cena con la noticia. Lo hizo violentamente. Molesto o más bien rabioso, como si una piedra le obstruyera la garganta y necesitaba expulsarla para no ahogarse. Aunque evitó dar detalles, para todos resultaba claro lo que había pasado: que los Bonazzola no se habían marchado por propia voluntad ni porque les hubieran ofrecido algo mejor en otra parte, sino por haber sido desalojados del campo al no poder abonar las cuotas. Y después ocurrió lo mismo con los Linares y los Colombo y los Morandini y otros que, con su partida súbita e involuntaria, contribuyeron a dejar un sabor de amargura y desasosiego en los habitantes de la incipiente colonia. Y cada vez más la presencia de Federico Keller adquirió un carácter hostil, que sólo podía generar ruina y destrucción.
-¡Este es nuestro campo! Nunca tendrá el placer de echarnos de aquí. ¡Primero deberá pasar sobre el cadáver de Juan Esteban Cardone!
Fue el comienzo del cambio en el comportamiento de mi abuelo. El puñetazo sobre la mesa y las palabras estallando en grito y la mirada de pronto brillante y desencajada parecieron transformarlo en otro hombre. Después de largos meses de vegetar pasivamente, sin fuerza ni ánimo para enfrentar las desgracias que lo aplastaban, perdió todo control. Ya no tuvo un instante de sosiego. Desde temprano recorría las cincuenta hectáreas de campo en alucinada inspección, como si necesitara comprobar el modo como la tierra se resecaba cada día más o apremiado por el anhelo de descubrir algún brote nuevo que le devolviera la esperanza, levantando de tanto en tanto los ojos al cielo en súbito ruego o para lanzar rabiosas injurias. Al atardecer solía marchar hacia el pueblo donde en el boliche de Bottaro intentaba a través de incontables ginebras aturdirse o escapar de una situación ingobernable. Su desmejoramiento se hizo cada día más notorio y logró contagiarnos el miedo ante la inevitable visita de Federico Keller para echarnos abruptamente. Mi madre procuraba restablecer la calma, confiando en la llegada de un tiempo más próspero. En cambio, mi padre, cansado de un modo de vida signado por la frustración y la miseria, comenzó a repetir que ya era hora de mudarse a otro sitio. Y mi abuela, esperando únicamente de Dios la solución a todos los males, acudía presurosa a las misas y procesiones y novenas que el Padre Joaquín celebraba para que la colonia fuera bendecida por una lluvia abundante.
Hasta que una noche trajeron a mi abuelo acostado en una chata, no por efecto de la bebida -lo que ya resultaba habitual-, sino por sufrir una grave descompostura. Mi padre buscó al doctor Ricarte, quien, luego de revisarlo largamente, se limitó a repetir que ya no podía hacer nada y únicamente había que esperar, procurando infundir en nosotros una cuota de calma y resignación. La agonía duró quince interminables días. A mí, por no efectuar ninguna tarea determinada, me tocó permanecer a su lado el mayor tiempo. No tanto para atenderlo, sino más bien para asistir al progresivo deterioro de su cuerpo: poco a poco fue perdiendo la recia prestancia, la piel se tornó cada vez más blanca, el brillo de los ojos dejó de ser un signo distintivo de su empuje y determinación. De tanto en tanto salía de la habitual inmovilidad con bruscos gestos de los brazos, al parecer trabado en feroz pelea o intentando rechazar un brusco ataque, mientras profería obsesivo las mismas palabras, no, no quiero, déjenme. Sólo en esos momentos surgía un atisbo de vida en la asfixiante oquedad del cuarto, mientras permanecía quieto junto a su cama, sin poder rehuir el acecho de múltiples figuras, todas feas y distorsionadas, con que imaginaba a la muerte cuya cercana e irrevocable visita me llenaba de perturbación. Por eso, cuando al fin llegó, sentí el cuerpo súbitamente libre, y en enloquecida carrera salí de la pieza para dar el aviso, con el alivio de poner fin a una oscura pesadilla.
Pocos días después abandonamos el campo. No sé si porque ya nada nos ataba a ese sitio y era inútil seguir empeñados en una lucha que parecía condenada al fracaso o para evitar el bochorno de ser echados, violentamente, sin la menor piedad, como había ocurrido con otros colonos. Entonces, sin tener otra opción, convertidos en míseros refugiados, nos trasladamos a unos cuartos cedidos generosamente por mi tío Victorino, y a manera de retribución, todos, mi abuela, mis padres y yo, comenzamos a ayudarlo en las tareas del almacén.
Octubre 10 de 1886
Con la apariencia de figuras fantasmales, pudo advertir que hombres y mujeres, a medio vestir o cubriéndose presurosamente con alguna prenda, se iban agrupando en la calle, como si respondieran a una tácita convocatoria. Entregados a susurrantes cuchicheos, en actitud de sorpresa y desconcierto. Hasta detenerse frente a él. Inquisitivos.
-¿Qué ha pasado?
-Oímos un disparo.
-¿Hubo algún muerto?
Sin intentar darles una respuesta, procuró formar una barrera con su cuerpo para impedir que cruzaran el umbral. Durante largo rato debió esforzarse por contenerlos, mientras crecían las voces y el desorden, hasta que vio acercarse un vehículo por la calle. Cuando descendieron los dos agentes respiró más tranquilo.
-Yo los llamé. Rápido. Fue en el cuarto treinta y siete. Vengan por aquí.
(Vital. Espontánea. Incontenible había estallado la risa apenas penetraron en la pieza. Y durante unos minutos se limitó a escucharla, a observar entre curioso y deslumbrado cómo la convulsión desarticulaba el cuerpo de ella mientras daba unos pasos en círculo y comenzaba a sacarse el vestido con gestos bruscos, imperativos, que ya parecían estar fuera de su dominio o voluntad. Como si acabara de abandonar un tenebroso túnel y de pronto pudiera respirar libremente y hacer lo que quisiera, despreocupada, sin temor de ser vista. Con regocijo comprendió que le correspondía algo de mérito en ese cambio, en lograr que la frenética algarabía relegara por un rato el habitual estado de pesar y desaliento con que sobrellevaba o más bien aceptaba resignadamente el modo de vida en la casa amplia, de aspecto sombrío y agobiante, junto a un hombre al que ya sin duda permanecía unida no por amor sino por costumbre, aprensión o alguna otra razón que aún intentaba descifrar. Y después la actitud de ella pareció evidenciar el signo del más cálido, gratificante agradecimiento. Sin palabras. A través de los besos y las manos ávidas y diestras al quitarle la ropa y los suspiros cortos, profundos, reveladores de un estado de placidez cuando lo empujó hacia la cama. Al rodar trabados en un abrazo pleno de urgencia, olvidados del tiempo y de cualquier atadura, absorbidos únicamente por tornar permanente ese momento, comprendió que tal vez era él quien debía estar más agradecido, no sólo por el privilegio de gozar el cuerpo tibio y palpitante, sino más aún por tener la oportunidad de aplacar al fin la pertinaz soledad que soportaba en esa ciudad, lejos del cálido refugio de su familia. Sí. Vivir simplemente estos instantes. Sin ayer ni mañana.
Fue apenas un remanso. Arrebatador. Brevísimo. Que se desvaneció cuando él, tras firmar el convenio con tres propietarios dispuestos a vender sus tierras a los colonos que llegaban al oeste santafesino, debió iniciar el nuevo trabajo. Entonces surgieron las promesas de otros encuentros. Como alentador consuelo para sobrellevar la separación, pues aún ella no tenía el valor o la decisión de romper el vínculo con su universo y él se encontraba con las manos vacías, incapaz de ofrecerle otra cosa que un rato de compañía y libertad. Sólo podremos estar juntos cuando los frutos de esta empresa me permitan darle todo lo que merece y necesita. Lejos de quien no es más que un extraño.
Desgarrado, tratando de conservar el calor de los besos y las caricias de ella como único recurso para no ceder a la desesperación y dispuesto a sacar el mayor provecho al poder otorgado por los propietarios de tierras, partió hacia el sitio que Aarón Castellanos le había pintado con inusitado fervor.)
Junio 19 de 1885
Un clima de euforia invadió aquel día a los habitantes de La Florida. De pronto pareció quedar borrada toda huella de la pertinaz sequía que algo más de un año atrás había provocado la ruina y el éxodo de muchos hombres y mujeres, desencantados de ese sitio donde no pudieron concretar casi ninguno de sus sueños. Pero la caída de un buen aguacero no sólo hizo surgir los primeros brotes, sino también logró renovar el ánimo y las ganas de seguir trabajando de aquellos que habían resistido el embate de los acreedores y el mal tiempo. Por eso para todos resultó motivo de alborozo y casi fue tomado como una especie de vivificante recompensa el hecho de que Francisco Zanetti pusiera en marcha el primer molino harinero de la colonia. También había algo de desafío y alentadora esperanza en sus palabras: Ahora no tendremos que llevar nuestro trigo a ninguna parte. Aquí podremos convertirlo en harina. Más rápido y a menor costo. Dado que casi todos los colonos habían experimentado en carne propia el esfuerzo y sacrificio que demandaba transportar la cosecha de trigo a través de incontables leguas, por caminos escarpados, bajo la lluvia o un sol implacable, hasta San Carlos o Esperanza o Pilar, que eran los únicos sitios donde funcionaban algunos molinos harineros, celebraron jubilosos no sólo el hecho de tener al fin un medio al alcance de las manos para encauzar la producción, con todo lo que ello significaba en ahorro de tiempo y dinero, sino también la perspectiva de notable desarrollo que le otorgaría a La Florida.
Y por espacio de un año el intenso trabajo del molino pareció revelar de modo tácito que ya habían sido superadas y hasta podía empezarse a relegar a la zona del olvido las dificultades surgidas durante los primeros tiempos de la formación de la colonia -el aislamiento, la sequía, el lento quehacer de todo lo necesario para vivir en esa tierra desértica-, y se vislumbraba una etapa de firme y beneficioso crecimiento.
La amenaza de quedar frustrado todo eso surgió bruscamente. Al descomponerse el molino. Algo que nadie llegó o se atrevió a imaginar. Como si el enorme globo que contenía los anhelos, metas, amores, todo aquello que gratificaba sus corazones, se hubiera desplomado sin piedad. Durante varias semanas prevaleció un clima de malestar y desaliento al acumularse el trigo como una carga ya inservible y la falta de trabajo incentivaba sombríos presagios, mientras aguardaban al único hombre que en la zona podía solucionar el problema: Marcelino Belardi.
Y su llegada logró alterar la habitual rutina de La Florida. De inmediato una especie de fascinante atractivo pareció ejercer sobre todos los habitantes. Ya nadie pudo asumir una actitud ajena o indiferente. Despertando admiración y un general agradecimiento al verlo trabajar, firme y con irrevocable seguridad, casi sin concederse el menor descanso, día tras día, hasta poner de nuevo en marcha el molino. Después, al radicarse en el pueblo, le confirió un aire de belleza y alegría a cada fiesta o reunión por obra de la música impetuosa del acordeón que tocaba incansable y feliz, como si eso tuviera un carácter deslumbrante o sublime que le hacía perder la noción del tiempo y de las cosas. Llegó a provocar desconcierto y resquemor al mostrarse altivo, por momentos hosco, la voz cortante, siempre dispuesto a imponer su voluntad y alcanzar sus propósitos. Convirtiéndose en foco de escándalo al unirse de improviso con Pelegrina Vázquez para concretar el obsesivo anhelo de tener un hijo. Y sobre todo, desde el principio, quiso despertar el interés, la codicia, el enamoramiento de los hombres por sus tres hijas -jóvenes, hermosísimas, apetecibles- al presentarlas en todos los sitios con el claro propósito de conseguir buenos candidatos para casarlas.
Y yo fui uno de los cedió a sus arremetidas. Pasé a formar parte de su mundo, al casarme con una de ellas: Edith.
Enero 26 de 1913
Al salir de la casa, la calle ya era escenario del presuroso movimiento de la gente y la invasión de variados y fuertes sonidos. Sin rastros del habitual y moroso desarrollo de los otros días. Sí. Ya nada será igual. Algo nuevo comenzará a surgir para todos nosotros. Y creyó que el sentimiento de fervor, ansiedad, esperanza, experimentado por él y su familia debía ser similar al de los otros habitantes del pueblo, quienes, desde el estruendoso tronar de los ciento veintiún cañonazos apenas surgió el primer rayo del sol, deseaban participar de todos los actos programados para ese día que presentían único, irrepetible, incorporado para siempre a la historia iniciada muchos años atrás con la llegada de los primeros formadores de la colonia.
-Rápido. No debemos llegar tarde.
Procuró que Edith y Miguel correspondieran a la urgencia que tenía por encontrarse en la plaza, desde donde se percibían los vigorosos acordes de la Banda de Música como preludio de la inminente llegada del Gobernador de la Provincia.
(Sí. Trabajar y trabajar. El único propósito. Tanto para concretar los sueños de poseer cosas y disfrutar de un creciente poder, como para aturdirme, para aplacar el dolor de no tenerla a mi lado. Nélida. Nélida. Y aunque la evocaba obsesivo, lacerado por el sentido de la soledad, durante los primeros meses se vio inmerso no sólo en la creciente agitación que imperaba en ese lugar de nombre sugestivo -Esperanza- con la llegada de inmigrantes ansiosos por construir su vivienda, sino de manera especial en la denodada tarea de ofrecer las tierras cuya venta le habían encomendado. Enfático, con tenaz optimismo, tratando de hacer palpable el sueño de prodigiosas cosechas en la virgen y dilatada planicie. A pesar de gratificarlo la firma de cada boleto de compra-venta, le parecía escaso el beneficio obtenido. La parte podría ser mucho más provechosa si fuera el propietario de lo que vendo, si no tuviera que representar el papel de simple intermediario, de alguien que trabaja para que otros acumulen ganancias cada vez más sustanciosas. Sublevándose, golpeado por la bronca y el desencanto, quiso alcanzar una situación de holgura y bienestar. Rápidamente. Sin obligaciones ni ataduras. Como si estuviera buscando un tesoro. Solo. Dispuesto a correr cualquier riesgo. Impaciente por sacarlo a la luz y disfrutarlo. Como un rey. Junto a ella. La meta excluyente. Adquirir bienes y conferirle a su nombre un halo de luminoso prestigio y relegar la soledad en compañía de la mujer amada.
Pasaron apenas algunos meses, que le parecieron años, antes de obtener los primeros frutos, cuando la comisión por cada hectárea de tierra vendida le permitió -en base al desarrollo de una vida austera, sin lujos, restringiendo cualquier gasto superfluo- acumular los fondos para instalar su propio negocio: una destilería de alcohol. Ahora todos empezarán a saber quién soy. Ahora les demostraré hasta dónde puedo llegar. Regocijado de pronto no sólo por el negocio grávido de promisorio futuro, sino también por comprender que allí, donde un grupo de hombres y mujeres intentaba formar la nueva colonia, podía desarrollar sus planes. Como si el tesoro soñado comenzara a surgir cada vez más claro. Fascinante. Y debía tomarlo. Sin titubear.
Poco a poco pudo comprobar que la relevancia adquirida en el ámbito comercial le otorgaba el beneficio de ser invitado a las carneadas y fiestas por algún casamiento, a solicitar su opinión o consejo sobre diversas cuestiones, a recibir ofrecimientos para ocupar algún cargo en el gobierno de la colonia. Muy pronto surgió otra cosa que intensificó el halago e íntima satisfacción: convertirse en el centro del interés, admiración o mero deseo de las muchachas que procuraban conquistar un buen candidato para casarse. Procuró asumir una actitud indiferente, tanto porque el acercamiento establecido con ellas en alguna fiesta o baile resultaba fugaz, apenas un recreo en el frenético ritmo de trabajo que se había impuesto, como por el acuciante recuerdo de Nélida. Insoslayable. Como si me estuviera vigilando. Como si me impidiera cometer una traición o engaño.
Hasta que todo adquirió un cariz distinto, ajeno a los planes que se había ido forjando cada día. Al producirse la ruptura. Imprevista. Sin desearla ni esperarla. Por obra de ella. Concluyendo los subrepticios encuentros que habían tenido cada cuatro o cinco meses, refugiados durante un par de horas en algún cuarto de pensión, cuando él viajaba a Buenos Aires para rendir cuentas a los propietarios de las tierras. Se terminó. Esta es la última vez que nos vemos.)
1886
De pronto, el pánico y la muerte parecieron enseñorearse sin tregua ni piedad sobre los hombres y mujeres de la colonia. La epidemia de cólera, irrevocablemente, se convirtió en una especie de maligno y ejemplar castigo para lavar todos los pecados y culpas que, de manera subterránea y en mayor o menor grado, anidaba en cada uno. Sobrecogidos por semejante certidumbre, y como había ocurrido tres años antes cuando sobrevino el largo tiempo de sequía, clamaron por ayuda divina mediante misas y rosarios y procesiones con la infatigable y entusiasta conducción del Padre Joaquín, a la espera de que tantos actos de penitencia fueran compensados con alguna señal de alivio o consuelo que los fortaleciera para soportar los devastadores estragos de la epidemia.
No ocurrió así. Por espacio de casi un año el sentido de la impotencia y el abandono golpeó cruelmente a los colonos, haciendo renegar de la fe cristiana a muchos de ellos y hundir en la total desesperación a otros, al comprobar cómo la plaga diezmaba a familiares y amigos, sin tener la menor alternativa para brindarles una ayuda. A los que permanecían inmunes en virtud de tener una constitución física fuerte y capaz de resistir cualquier embate o por beber con generosidad alcohol y láudano, únicos antídotos conocidos para librarse del flagelo, sin duda les tocaba el trabajo más feo y doloroso: enterrar a los muertos. Y así, llegó a ser alucinante la visión de las chatas que, llevando a los cuerpos cubiertos de cal para evitar el contagio y con la urgencia por concluir cuanto antes tan espinosa tarea, cruzaban las quince leguas desde el pueblo hasta el terreno donado por un colono para utilizar como cementerio.
A pesar del clima de opresión y abatimiento que arreciaba en la colonia por aquellos días, de tanto en tanto algún hecho lograba poner una nota distinta. Casi hilarante, como el caso del colono que, llevando a enterrar a su padre y un hermano, no advirtió -sin duda por el estado de ebriedad con que procuraba prevenirse de la plaga- hasta llegar al cementerio, que había perdido un cadáver por el camino; o el de un mendigo que, dado por muerto, al ser transportado junto a otros cadáveres -única forma de paliar la falta de cajones-, se irguió bruscamente en el carro y después de escupir la cal que le tapaba la boca, comenzó a mover los brazos y pronunciar palabras incoherentes ante la perplejidad y aun el terror de los sepultureros. Hubo otros hechos con visos trágicos, como el ocurrido al Francés, apodo con que se conocía al dueño de la primera farmacia del pueblo, quien había inventado un remedio para combatir el cólera. Eso le dio cierto renombre, aunque no precisamente por haber descubierto un medio de salvación, sino por el rumor que empezó a circular sobre el nefasto resultado provocado en quienes lo habían probado. Hasta que un hombre, aquejado del mal, se presentó en la farmacia y solicitó el cuestionado remedio. Apenas lo tuvo en la mano, le gritó al farmacéutico, ahora se lo toma usted, mientras lo amenazaba con una pistola, con la intención de cerciorarse del buen estado del medicamento o tal vez para vengar a todos los que habían sido perjudicados. Fueron inútiles la resistencia y las protestas del Francés, con el argumento de que no se encontraba enfermo. Al fin, acorralado, cedió. Y entonces ya no quedaron dudas sobre el efecto del medicamento: murió a las pocas horas.
Y así, aquel 1886 transcurrió entre el acecho de la muerte, el clamor desgarrante a Dios en procura de una muestra de bondad y misericordia, la pugna por sobrevivir y algunos contados episodios que llegaron a otorgar una cuota de algarabía o respiro. Al promediar diciembre se atenuó la secuela de la epidemia. Y poco a poco fue restableciéndose el ánimo de los pobladores, quienes, ante la impostergable necesidad de continuar los quehaceres de todos los días, trataron de armarse de fuerza y resignación para seguir adelante.
Y durante la misa de Nochebuena, el Padre Joaquín llegó a enarbolar el sentimiento de todos al pronunciar una conmovida oración de agradecimiento, no sólo porque al fin comenzaban a verse libres del azote del cólera, sino también porque la gracia del Señor había permitido -en la anhelada bendición que compensaba tanto sufrimiento, fatiga, trabajo- que ese año se realizara la mayor cosecha de trigo desde la formación de la colonia.
1924
Sí. Es inútil. Ya nada podrá ser distinto. Casi por primera vez debió admitir que estaban en lo cierto sus familiares y amigos al repetirle que la casi diaria visita a ese sitio sólo lograba avivar viejas y dolorosas heridas. A pesar de sentir el cuerpo ya mustio, vencido por la fatiga y los años, tuvo el imperioso afán de sublevarse, de concretar al fin la tantas veces postergada venganza contra él por haberla precipitado a la ruina y la desolación. Nunca le interesó la opinión de los demás ni llegó a admitir que podía equivocarse. Orgulloso. Creyendo que nadie podía ser superior a él. Y convertida en mero testigo, sin alternativa para modificar nada con una palabra o un gesto, observó cómo se hundía en una zona de oscuridad debido al pobre desarrollo de la destilería de alcohol y las deudas ocasionadas por la venta de tierras. Pero sin duda había sido la construcción de una propiedad de vastas dimensiones, excesivamente lujosa e insólita en la opaca fisonomía de la incipiente colonia, lo que precipitó la caída. Una idea demencial. Arrebatado por el propósito de ostentar su poder, de revelar que era el único que podía hacer algo así. Incomparable. Debí morderme los labios, cerrar los ojos, aceptar lo que él había decidido. Durante meses y meses lo vio poseído por un ímpetu arrollador al dictar órdenes a los arquitectos, albañiles, pintores, y comprar los mármoles, los muebles, los cuadros, cada pequeño pero imprescindible objeto que habría de otorgarle un detalle de belleza y distinción a la propiedad. No pidió ni quiso mi opinión. Como si nada de eso me perteneciera. Como si la casa fuera suya únicamente. Sin llegar a participar en lo que ocurrió allí por espacio de varios años: la visita de políticos y comerciantes; las reuniones para concretar los diversos negocios; el desarrollo de bulliciosas fiestas. Asumiendo siempre él un rol descollante, pleno de orgullo y euforia al ser protagonista de hechos que demostraban su poder y esplendor.
El enamoramiento, la pasión, el placer por los gustos compartidos se transformaron poco a poco en tensión, malestar, rutina exasperante. Sobre todo al presentir por rumores y velados comentarios que otra mujer le robaba el tiempo, los deseos, el amor de él. Sutil, poderosamente. Aunque nada hicieron para cortar el vínculo cada vez más frágil: él, por temor de revelar un aspecto de su conducta que iba a provocar desagrado y repudio entre los habitantes de la colonia, y ella por no tener otro sitio donde encontrar un refugio o liberación. Tácitamente se limitaron a esperar que algo, de manera natural e irrevocable, concluyera una relación que ya nada tenía en común.
Y sobrevino el derrumbe. Progresivo. Lacerante. Como lo había visto disfrutar el tiempo de triunfo y gloria, entonces asistí al dolor de su derrota. Con una mezcla de furor e impotencia similar al que experimentaba ahora, día tras día, frente a la odiada propiedad que, todavía incólume, seguía golpeándola con ramalazos del pasado.
(Ahora le resultaba difícil definir cuándo había surgido el cambio. A la segunda, tercera o cuarta vez que se encontraron en alguna pensión, cuando él viajaba a Buenos Aires para informar a los propietarios de las tierras sobre las operaciones que había concretado. Como si todo lo bueno y que nos embriagaba de placer hubiera ocurrido la primera vez. Únicamente. Y ya no tuviéramos la fuerza, ni las ganas, ni la oportunidad de repetirlo. Comprobando desolado que era incapaz no sólo de restaurar la risa espontánea, fresca, pujante, con que ella pareció inaugurar la conquista de un anhelado espacio de libertad, sino también de atenuar el creciente estado de inquietud y miedo. El debe sospechar algo. Tengo la impresión de que me vigila todo el tiempo. De improviso la figura de Conrado Bossio -que tácitamente habían procurado mantener en una zona lejana y oscura- se impuso. Rotunda. Ineludible. Y consiguió desmoronar el fuego de la pasión, transformar el deleite de cada encuentro en zozobra y sobresalto. Vámonos. Lejos de él. Olvidados de todo esto. Brusca y casi suplicante la propuesta nacida más de la necesidad de tenerla cerca y verla riente y animosa que de poder ofrecerle un modo de vida grato, despreocupado, feliz. Fue inútil. Ya nada pareció ser capaz de evadirla de una sombría y tenaz desolación, como si una culpa instintiva o la amenaza de recibir un castigo le impidiera romper cualquier lazo con el mundo en que había vivido siempre. Aprensiva, desmoronado todo coraje, sin duda todavía insegura del sentimiento que experimentaba por él. Sí. No llegó a resultarle más que una aventura. Simple, placentera, fugaz. Sin comprender lo que realmente significaba para mí. Y después del último encuentro -en el que el silencio, las miradas graves y desencajadas, el desánimo reemplazaron la algarabía y el frenesí de otras veces-, el regreso a Esperanza le resultó un trayecto interminable. Sintiéndose solo y sin fuerzas para continuar la tarea que desarrollaba allí.
Entonces quise sacarme la espina que me había clavado. Olvidarla. Vengarme. Aplacar de alguna manera la bronca o el estado de frustración. Y no había tenido otro propósito al casarse con Angélica Gardiol. Creí que era la única salida. Repentina. Salvadora. Demasiado pronto comprobó que no sería así. Como si, al evadirse de esa especie de súbito deslumbramiento, se encontrara frente a una realidad que no esperaba ni podía modificar. Tal fue la impresión -rotunda, teñida con algo de dolor y azoramiento- experimentada aquella noche, después del bullicio y la música enfervorizadora y la contagiosa alegría de quienes habían participado de la fiesta de casamiento, cuando quedaron solos por primera vez en un austero y apenas iluminado cuarto de hotel. Ansiosos. Trémulos. Con una inocultable cuota de pudor y torpeza en ella al despojarse lentamente de la ropa, y el instintivo anhelo de él por descubrir, encontrar, hacer palpable a través del cuerpo de esa mujer el otro cuerpo, el que realmente hubiera querido tener entre los brazos, ya remoto e inaccesible. No. Tal vez nunca. Admitiendo casi la imposibilidad de alcanzar ese objetivo, pese al intento de ella por mostrarse tierna, generosa en la entrega al requerimiento, fogoso y liberado de cualquier control, con que él quiso no tanto hundirse en la vorágine del placer sino más bien aturdirse, apartar sombras perturbadoras, alcanzar un anhelado estado de paz. Después, mientras sobrellevaba la vigilia en la noche quieta e interminable, percibió como una burla o bofetada ofensiva la acompasada respiración de ella, ajena, sin presentir el desencanto que empezaba a gobernarlo al considerar el horizonte que surgía ante él. Tal vez entonces empecé a tener conciencia de la soledad. Alejado de quien amaba. Junto a una mujer con la que tenía pocas cosas en común. Presintiendo que se iba a convertir cada vez más en una compañía gravosa y desalentadora.)
1890
Abrió sus puertas subrepticiamente, con una especie de temor o escrupuloso decoro, al amparo o complicidad de la noche, que sin duda contribuyó desde el principio a otorgarle un halo de misterio, de algo que despertaba un poderoso y subyugante atractivo. Empezó a ser conocida como La casa de la alegría, denominación que intentaba graficar lo que ocurría entre las toscas y descascaradas paredes de la construcción levantada en las afueras del pueblo -donde años atrás vivió la numerosa familia de los Sacripanti-, aunque tácitamente todos evitaban mencionar las actividades que se desarrollaban allí, no por resultar demasiado obvio sino porque parecía tener un carácter pecaminoso o de mal gusto. Y eso, la aureola de sombras y fascinación y velado secreto que fue creándose alrededor de esa propiedad, provocó en los muchachos como yo -los que andábamos por los doce, trece, catorce años- una creciente dosis de curiosidad, intriga y desconcierto, como si estuviera a punto de sernos revelado algo fundamental de la vida.
El primero en expresar su disgusto fue el Padre Joaquín. Aprovechó la misa dominical -cuando la mayoría de los colonos se congregaba en el templo para cumplir los preceptos de la fe- para desarrollar una encendida homilía en la que bregó por mantener las buenas costumbres, alertó sobre las infames tentaciones de la carne que hacían peligrar la moral de los pobladores, rogó para que fueran erradicados todos los sitios donde se practicaban hechos impuros y aberrantes. No necesitó efectuar ninguna referencia concreta para revelar que sus dardos estaban dirigidos a la casa donde no se realizaba ninguna de las habituales actividades del pueblo, ni permanecía abierta durante el día, ni eran demasiado conocidas las personas que la habitaban. Ello provocó diversas reacciones: algunos, considerando que resultaba una afrenta o provocación insoportable, sólo quisieron poner término a los quehaceres desarrollados allí; y otros, más condescendientes o tal vez por tener algún interés o relación con ese lugar, demostraron estar a favor de su funcionamiento. Y así, como había ocurrido otras veces en que algún tema o hecho incentivaba los ánimos y acentuaba las diferencias en el enfoque de las cosas, prevalecieron las discusiones, los velados comentarios, las interminables opiniones.
Todo eso hizo que la casa ocupara el centro de mi atención. Casi de manera obsesiva. Intentando sacar, entre el presentido placer que podía obtenerse allí y las sombrías advertencias de cometer un pecado, mis propias conclusiones. Acosado por las urgencias de la carne, creía que trasponer aquellas paredes iba a ser la única forma de alcanzar una plena satisfacción. Las quietas noches del pueblo resultaban torturantes, y desvelado, con la sangre bullendo vertiginosa, imaginaba lo que ocurría allí. Al fin, el Rubio Zapiola, Pilo Garmendia y yo, confabulados y cediendo a la curiosidad, tomamos la costumbre de abandonar nuestros cuartos a la madrugada y luego de cruzar sigilosos las calles desiertas, nos deteníamos a corta distancia de la propiedad que parecía guardar celosamente un misterio fascinante y perturbador. Guarecidos tras unos árboles, observábamos a los visitantes que llegaban en sulky o de a caballo y, con premura, ingresaban por la puerta discretamente entreabierta, como si estuvieran llevando a cabo un rito secreto. Entonces nos embargaba una mezcla de bronca y envidia al comprobar lo fácil que resultaba para los otros realizar eso que para nosotros, debido a los sermones del Padre Joaquín y las encendidas prevenciones de la familia y nuestras propias dudas y temores, parecía estar completamente vedado. Hasta que una noche vimos salir a Sebastián Groppo. Le cortamos el paso de inmediato. Tanto por la sorpresa de que él, apenas unos años mayor que nosotros, hubiera concretado algo que tenía casi un viso de hazaña, como por el deseo de interrogarlo sobre su experiencia. Más que hablar, se limitó a esbozar una sonrisa jactanciosa, feliz, como si fuera suficiente para reflejar el estado de ánimo. Las cosas buenas hay que saborearlas directamente y no pasarse la vida mirándolas desde lejos. Si quieren entrar allí, yo puedo llevarlos. Durante un rato nos quedamos en silencio, desconcertados por la inesperada propuesta. Mañana, a esta hora. Los espero aquí. Aunque no habíamos aguardado otra cosa durante muchos días, de improviso nos vimos sometidos a un estado en que alternaban el deseo y la incertidumbre, el miedo y la ansiedad. Como si a la hora de tomar una decisión se hubieran desbaratado todos los planes. Y sin duda por presentir que era el hecho más trascendente que iba a vivir, me consumí en una espera cruel, desgarradora, hasta el momento de reunirme con los otros. Al cruzar el umbral de aquella casa, sudoroso, temblando, tuve la sensación de haber superado el primer obstáculo de una proeza fascinante, pero enigmática e impredecible. El humo de los cigarrillos que saturaba el aire, las voces apenas susurradas, el paso lento y extrañamente nerviosos de los hombres que estaban en la sala casi en penumbra, lograron borrar en seguida la imagen de jolgorio y desenfreno que me había formado al escuchar el palabrerío de la gente. No sé cuánto estuvimos allí, sobrellevando una espera tensa y silenciosa, hasta que sentí la mano imperativa de Sebastián Groppo sobre un hombro. Ahora te toca a vos. Y entonces me encontré frente a ella, solos en el cuarto estrecho y con un olor a perfume que parecía adherirse a la piel. Vamos. No tengo toda la noche para vos. Aunque sonriente, la voz sonó enérgica, mientras se quitaba el vestido con rapidez, casi displicente, que revelaba la naturalidad de hacerlo incontables veces por día. Y creí participar de una ceremonia deslumbrante, única, tal vez irrepetible. Al verla de pronto desnuda, con toda la belleza y tentación del cuerpo al alcance de las manos. Únicamente para mí. Como lo había querido en noches largas y febriles. Sin embargo no pude moverme. Por obra de la vergüenza o el desconcierto. Parece que es la primera vez. Sin disimular la impaciencia, y como si también formara parte de la rutina, comenzó a desvestirme. Casi paralizado, la dejé hacer. Y cuando me arrastró hacia la cama, fue ella la que impuso su voluntad en el acto tantas veces imaginado y a través del cual esperaba alcanzar el mayor goce. No fue así. Tal vez por la frialdad de ella, por mi invencible torpeza o por no llegar a ser un participante activo. Sin embargo, apenas abandoné el cuarto con una mezcla de bochorno y alivio, comprendí que, para evitar burlas procaces y comentarios llenos de ironía, debía evidenciar ante todos que había pasado de manera exitosa la prueba que me otorgaba la orgullosa categoría de ser ya un hombre.
(La idea surgió casi bruscamente. Pero firme, rotunda, imponiéndose con un vigor que restaba importancia a cualquier otra cosa. Sí. La mayor propiedad de la colonia. Que provoque envidia y admiración. Para dar testimonio de mi poder. Ganado por el fascinante atractivo de una obra tan monumental, se dispuso a concretarla. Obsedido. Considerándola un desafío, la prueba que habría de exigirle los mayores afanes y desvelos. Sin dejarse amilanar. Más bien logró incentivarlo, darle la cuota de coraje y fortaleza que lo gobernaba cada vez que luchaba por alcanzar alguna meta. Y sin tomarse un respiro, explicó a los arquitectos el diseño de la nueva propiedad, se encargó de elegir los muebles y cuadros que habrían de ornamentar las amplias y numerosas habitaciones, vigiló con extremado celo el diario trabajo de los constructores.
Sólo ella no demostró agrado, ni siquiera interés. Más bien se preocupó desde el principio en reflejar su rechazo. Será un verdadero despilfarro. Me parece que no es el momento para ese lujo. Antes necesitamos otras cosas. Mientras era acosado por un desordenado tropel de recuerdos, llegaba a resultarle claro que entonces se había producido el mayor grado de frialdad y resquemor entre ellos. Como si de pronto hubiéramos quedado frente a frente, desnudos, sin ninguna máscara para disimular lo que realmente sentíamos. Tal vez soy el único culpable. Sí. Por haberla buscado como un simple refugio. Para salvarme de la soledad y la desesperación en que me había hundido después de perder a Nélida. Y como no había llegado a compartir sus inquietudes y proyectos, tampoco pudo comprender el profundo significado que tenía para él la construcción de esa casa. No se trataba de un mero lugar para vivir. Iba a ser mi sello. Unico. Intransferible. Poderoso.
Y desde la misma noche de la inauguración quiso que prevaleciera así. Al convertirla en el centro de las actividades que otorgaban relevancia a su figura: el encuentro con destacados funcionarios del gobierno de la provincia; la firma de los boletos de compra-venta de tierras para colonizar; las operaciones relativas a la destilería de alcohol; y sobre todo las frecuentes, prolongadísimas fiestas en las que él, pleno de júbilo y frenesí, procuraba que los invitados vivieran los momentos más esplendentes y perdurables.
Ella no llegó a participar de todo eso. Por obra de la brecha que fue haciéndose cada vez más pronunciada. La sentía como mi sombra. Vigilándome. A la expectativa. Esperando el instante justo para cobrarse el desdén y la humillación. Y ahora, cuando ya se había hecho trizas el universo que afanosamente pretendió edificar, el tantas veces presentido grito de triunfo adquiría el carácter de una atroz, imbatible bofetada.)
A través de los años algo se impuso como una característica especial de la colonia: la música.
Cada vez resultó más difícil determinar en qué momento surgió, quién había sido el que, con un acordeón o una armónica o cualquier otro elemento, quiso establecer un nuevo modo de alcanzar un hálito de gozo y alegría en el trajinado curso de los días. Pero nadie dudaba en atribuir a Marcelino Belardi el mérito de colocar a la música en lugar sobresaliente. Permitiéndonos no sólo el privilegio de descubrirla, sino más bien de gustarla, de gozar cada sonido como si se tratara de la fruta más apetecible. Desde su llegada a La Florida resultó perfectamente claro que la música podía ser el canal más adecuado para reflejar el mayor estado de euforia, expresar un sentimiento de amor, buscar un refugio para el dolor y la desesperanza, convertirla en compañía para sobrellevar la soledad.
Fue el impulsor más entusiasta. Ya no hubo ningún acontecimiento -la fiesta por un cumpleaños, el aniversario de una boda, el júbilo por una carneada o una buena cosecha- que no estuviera él presente, con el acordeón que parecía un simple juguete en sus manos gruesas y del que prodigiosamente lograba extraer un vals o una tarantela o cualquier otro ritmo que inundaba de gozo y optimismo el corazón.
Y sin duda esa cualidad quedó revelada más portentosamente al casarse una de sus hijas. Dado que había sido uno de los principales objetivos desde que llegó al pueblo -encontrarle buenos candidatos para las tres hijas que parecían resultarle una carga fastidiosa y ya ingobernable-, no pudo contener una explosión en la que se mezclaban la alegría, el triunfo, la satisfacción. Aunque Edith y yo deseábamos una celebración sencilla y privada, nos fue imposible impedir que asumiera el hecho como algo personal, dispuesto a desarrollarlo de acuerdo con sus gustos y voluntad. Arrollador. Cuidando cada detalle: las infinitas invitaciones distribuidas en todos los rincones de la colonia, los arreglos que encargó realizar en la parroquia para darle un aspecto más bello y decoroso, los preparativos para que hubiera comida y bebida en forma tan abundante como para que nadie tuviera motivo de protesta, la elección de un amplio lugar donde todos pudieran bailar, libre y despreocupadamente, al ritmo bullicioso de la música del Quique Gaido y los hermanos Freire. Pero se reservó un rol fundamental para culminar la fiesta. Cuando apareció con su reluciente acordeón y entonces, tal vez no tanto por el sonido fuerte e impetuoso sino por la ágil movilidad de su cuerpo, el brioso estallido de la risa y las palabras con que pretendió revelar que ése era el día más feliz de su vida, pudo desalojar cierta fatiga que empezaba a cundir en la gente y renovó las ganas de seguir disfrutando del vino, de las canciones, de la música incitante y revitalizadora.
Y así, por imperio de Marcelino Belardi, el día de mi casamiento -dado el inusual número de invitados, el despliegue de lujo y derroche, el prolongado tiempo de la fiesta- habría de prevalecer en la memoria de todos y formar parte, sin duda pequeña pero ya imborrable, de la historia del pueblo.
Enero 26 de 1913
No quiso perder ningún detalle del espectáculo. Deslizando moroso la mirada en torno, sobre hombres, mujeres y niños que iban ubicándose en la plaza, con los rostros despejados, sonrientes, luciendo impecables peinados y ropa recién estrenada, de colores vivos, que les confería un aspecto diferente al de todos los días, mientras se dejaba invadir por las voces frescas, el estrépito de cornetas y silbatos, el ritmo arrollador de cada interpretación de la Banda de Música, como si al fin tuviera la oportunidad de paladear un goce voluptuoso y largamente anhelado.
Sí. Algo que estremece el corazón y jamás podremos olvidar. Como la sublime experiencia de poseer por primera vez a una mujer. Instintivamente agradecido no sólo por tener el privilegio de estar allí, inmerso en la jovial bullanguería de la gente, sino también por haber formado parte -desde hacía treinta y tres años, cuando su abuelo Juan Esteban Cardone decidió radicarse en ese lugar con toda la familia- de los hechos que jalonaban el historial de La Florida. Aunque sin duda ninguno podía compararse con el que protagonizaba ahora. El más esperado y significativo. El premio que nos pertenece a todos. A los que han quedado en el camino y los que seguimos bregando por lo mejor para este querido, intransferible pedazo de tierra.
De pronto algo lo sobresaltó. Superando los otros sonidos, una voz proclamó que iba a comenzar el acto central de la jornada.
(Un abismo pareció abrirse de improviso ante él. Insondable. Sin darle tiempo ni alternativa para esgrimir una defensa. Como si todo lo malo se me hubiera venido encima mientras estaba dormido, ausente, incapaz de evitarlo o al menos presentirlo. Reprochándose no sólo su falta de previsión o absoluta torpeza, sino más bien la actitud de soberbia experimentada por sus propias fuerzas, por el fascinante halo de prestigio y autoridad que empezaba a gozar en la colonia. Había descartado cualquier obstáculo o inconveniente en la marcha tan ascendente. Hasta ser demasiado tarde. Cuando me encontré cercado, con las manos atadas, sin tener ningún sostén para evitar la caída.
Primero, por causa de la sequía. Tenaz. Implacable. Ello tornó cada vez más difícil cobrar las cuotas por la venta de las tierras, al desvanecerse la esperanza cifrada en los promisorios trigales, dejando una estela de zozobra y desánimo en los hombres y mujeres que apelaron a su comprensión para obtener una prórroga en los vencimientos, mientras aguardaban la llegada de alguna copiosa y salvadora cosecha. Me encontré frente a gente desesperada, sin poder convertir en dinero el cúmulo de documentos que ya eran sólo papeles sucios de tinta. Después, el inesperado quebranto económico de la destilería de alcohol, cuando el hombre que había puesto como administrador desapareció con todos los fondos. Por último, la imposibilidad de continuar el modo de vida preferido: sumirse en fogosas y extensas partidas de naipes con un grupo de amigos; organizar reuniones plenas de lujo y magnificencia, casi con el único propósito de recibir en la casa recién terminada a los funcionarios, profesionales, comerciantes y todos los que ocupaban algún lugar notable en la colonia, y demostrarles, con cierto halo de arrogancia, entre el fragor de la música y la comida generosamente servida y el vino que contagiaba el alborozo, una envidiable cuota de poder; viajar subrepticiamente a la capital de la provincia y alcanzar, durante un par de días, un desbordante estado de relajamiento y olvido en compañía de una mujer desconocida, dispuesta a complacerlo sin preguntas.
El final de una etapa. Y no supe cómo evitarlo. Desorientado. Sin fuerza ni valor para seguir luchando, para sobreponerse a la súbita e irremediable catástrofe. Y no atinó más que a huir. Alejarse del sitio al que había llegado veintidós años antes. Presurosamente. Sin rumbo ni meta definida. En desesperada búsqueda de un instante de tregua. Hasta desembocar en ese cuarto que poco a poco dejó de ser un cálido refugio para transformarse en el lugar donde iba tomando conciencia de su voraz y absoluta soledad.)
Como tantos otros muchachos, yo también sentí el impulso de abandonar La Florida. Al vislumbrar con desaliento un horizonte estrecho en este lugar que empezaba a formarse con excesivas dificultades; por ser testigo del total sentido de la derrota que abatía a mis abuelos y mis padres y tantos hombres y mujeres cuando la sequía, una manga de langosta o alguna súbita granizada derrumbaba las aspiraciones que se habían forjado durante meses; por los comentarios que efectuaban los viajantes sobre el desarrollo y las buenas perspectivas de la capital de la provincia, lo cual incentivaba el ansia de trasladarse allí.
Muchos de mis amigos lo hicieron. Resueltos. Eufóricos. Y con una mezcla de envidia y dolor asistí a la partida de Sabino y Lita Mazzi y los hermanos Taboada. Aunque quise hacer lo mismo, creyendo que iba a resultar un modo de vida más libre y gratificante, no tardé en desechar esa meta. Primero por necesidad, ya que, al morir mi padre, debí hacerme cargo del almacén; y después por propia determinación, por el agrado que experimentaba cada vez que se producía algún acto o hecho en favor del desarrollo del pueblo. Mientras ponía mayor esmero en la atención del almacén -no sólo por considerar que era un preciado bien que tenía el deber y la obligación de preservar, de tornar cada vez más grande y fructífero, sino también porque ello enriquecería el acervo comunitario-, sentí un inefable privilegio al participar de las cosas que iban transformando el aspecto de La Florida. Como si se tratara de un callado, íntimo, desbordante enamoramiento. Y así presencié la llegada del Obispo de Santa Fe para bendecir la piedra fundamental donde se levantaría el nuevo templo parroquial; vi con asombro y deslumbramiento a Marcelino Belardi conducir el primer automóvil por las calles del pueblo; fui uno de los tantos que al penetrar en la recién inaugurada Casa Ripamonti creyó que cada uno de los múltiples y variados objetos distribuidos en los amplísimos salones pertenecían a un raro ámbito hecho de sueños y realidad; junto a la mayoría de los pobladores saludé con aplausos y gritos enfervorizados la llegada del primer tren; observé la construcción del edificio para la sucursal del Banco de la Nación, y la apertura de incontables casas de comercio, y las obras que daban forma a la novedosa Placita Honda en la cava que había dejado la extracción de tierra para hacer ladrillos.
Y siempre me congratulé por tal decisión. Más ahora, al tener la oportunidad de intervenir con los otros pobladores de la ceremonia que resultará una especie de homenaje y reconocimiento a quienes lucharon por forjar este sitio.
Hoy, 26 de enero de 1913.
(Los hijos. Una simple consecuencia del deseo o de algunos minutos de pasión. Jamás lograron atenuar la áspera convivencia. Ajenos, sin despertarle un sentimiento de afecto o al menos de ternura los cuatro seres -Rodolfo, Angela, Guillermo, María Luisa- que a lo largo de los años se integraron a su mundo. Natural. Irrevocablemente. Y aunque ella pretendió utilizarlos muchas veces como un escudo o un modo de presión -para restringir su deseo de moverse libremente, para frustrar alguna inversión o negocio que no le gustaba-, debió admitir que él también quiso beneficiarse. Sí. Consiguieron reflejar una corriente tierna y simpática fuera del ámbito de la casa. Como si formáramos una familia unida. Me esforcé para que todos creyeran eso, aunque entre nosotros nos estuviéramos destrozando. Sin comprender o al menos presentir -en aquellos momentos de esplendor, cuando vendía satisfecho incontables concesiones de tierras y ganaba prestigio en toda la colonia- que alguna vez iba a necesitarlos. Urgente. Poderosamente. Para sentirse gratificado con una sonrisa, un abrazo, una palabra de aliento. Siempre creí que eran suficientes la compañía y el amor de Nélida. Lo mejor y más importante. Por eso, después de la ruptura, se encontró tan desvalido. Con la sensación de marchar por una frágil cornisa, sin alternativa para relegar la creciente soledad. Sobre todo ahora. Allí, abroquelado en ese cuarto húmedo y sofocante. Donde ya no tenía ningún sostén -ni siquiera el pálido consuelo de un beso o una caricia- para salvarse.)
Octubre 10 de 1886
Como un guía diligente, marchó por los pasillos del hotel, no ya con la pesadez o desdén impuesto por la rutina de tantos días, sino con una súbita sensación de intranquilidad, presintiendo sobresaltado que podría surgir algo tenebroso desde cualquier rincón.
-Ése es el cuarto.
Al volverse hacia los agentes, notó que numerosos curiosos los habían seguido, aunque ahora en silencio, como si los gobernara también una ráfaga de temor o respeto.
-¿Tiene la llave? -imperioso resultó el tono de uno de los policías.
-Sí -sacando del bolsillo un manojo de llaves, eligió una-. Tome.
(No supo cuánto tiempo marchó por la pieza a pasos rápidos, sin tregua, a la busca de una salida o al menos un soplo de aire para atenuar la sensación de asfixia. No. Tal vez ya no pueda hacer nada. Comprendiendo súbitamente que el proyectado regreso a su tierra natal no significaría un cálido reencuentro con seres y cosas del pasado, ni iba a ser motivo de recreo o placer, ni desalojaría la tensión y el desasosiego de los últimos meses. En todas partes será igual. Solo. Desamparado. Sin poder aferrar una mano para salir de este pozo. Desprovisto de la confianza, el vigor, la tenaz ambición que le permitieron, a lo largo de casi veinticuatro años, alcanzar un puesto relevante. Despertando admiración, celos, resentimiento. Todo eso parecía formar parte de un tiempo remoto, ya irrepetible. Hacerlo por ella. Unicamente. Para tenerla otra vez a mi lado. Sólo la figura anhelada, deslumbrante, siempre esquiva de Nélida le habría devuelto las ganas de seguir luchando. No. Ya no me queda esa esperanza.
Al detenerse frente a la cómoda, le costó reconocer la figura que le devolvía el espejo: el rostro pálido y con signos de fatiga, extraviada la mirada, la ropa en desorden. Como si acabara de sostener una pelea o una extenuante carrera.
Entonces surgió el recuerdo de Angélica. Brusco. Acuciante. El tiempo de cobrarse la deuda. Probarme que tenía razón. Imaginó los ojos brillantes de triunfo y una carcajada repentina destruyendo la coraza fría, hierática, tras la cual se refugió para vigilarlo. Pasivamente. A la espera del momento oportuno para dar el ataque. Tal vez por ella, más que por el voraz asedio de los acreedores y el bochorno de sentir su nombre vilipendiado sin reparo, decidió alejarse de la colonia. Sí. Para evitar el peso grave, demoledor, de su mirada. Como si de pronto hubiera quedado desnudo. Sin defensa. Incapaz de rechazar el poder destructivo de la venganza esperada durante incontables días con infinita paciencia, grávida de rencor y furia al verse desplazada, convertida en mero objeto, ocupando un lugar cada vez más secundario en la vida de él.
Por fin abrió la valija y, con gestos dictados por la costumbre o por un irrefrenable desánimo, comenzó a extraer los escasos elementos -un pantalón, algunos pañuelos, una libreta, un fajo de papeles-, hasta quedar sólo la pequeña pistola que varios años atrás había comprado como un medio seguro para defenderse. Bruscamente quieto, la observó. Con una mezcla de temor, fascinación, ansiedad. Sí. Lo único para salir de esto. Definitivamente.
Durante un rato la palpó con suavidad, en una especie de reconocimiento o más bien en una cálida y voluptuosa caricia. Por fin, con gesto firme y violento, apoyó el caño frío sobre la sien derecha.)
1924
Súbitamente la sangre pareció circularle a borbotones. Ya está. Por fin. El inusitado júbilo relegó la dosis de rabia, frustración, desesperanza, que la había embargado durante los últimos tres meses, cada tarde, al detenerse frente a la casa. Hubiera querido trasponer la puerta de hierro y aferrar un martillo y unirse a los obreros que estaban entregados a la frenética tarea de echar abajo las sólidas, descomunales paredes.
Sí. Libre al fin. Ahora dejará de ser una sombra insoportable. Creyó que no sólo destruía un cruel estigma del pasado, sino también lograba saciar una revancha largamente soñada: asistir al derrumbe del edificio a través del cual Federico Keller quiso demostrar su poderío económico. Desafiante. Queriendo ser el centro de la atención. Y sin duda por haber sido la obra de mayor envergadura -al pretender que fuera única por su belleza y suntuosidad-, se propuso conservarla. Obstinado. Para saldar las deudas prefirió desprenderse de otras cosas: el inmueble de la derruida destilería, algunos cuadros y esculturas, un pequeño campo. No fue suficiente. Y sólo cuando la orden judicial puso fecha para el remate, admitió la derrota. Entonces perdió aquello que lo había distinguido siempre: el andar impetuoso, la voz firme y casi perentoria, la risa que solía tener la resonancia de un latigazo. Y se vio asaltada no tanto por un sentimiento de lástima, sino de alivio, casi de recóndito gozo. No. Ya no estuvo en condiciones de humillar a nadie. Sólo podía clamar por una ayuda. No lo hizo. No acudió a ella ni a nadie. Hosco. Silencioso. Y como antes no llegó a formar parte del círculo de lujo y esplendor en que había prevalecido él, altivo y orgulloso, entonces tampoco le permitió inmiscuirse en la intimidad de su dolor. Hasta desaparecer. Bruscamente. En repentina huida. Dejándola sola, expuesta a la presión de los acreedores, abrumada por el temor y la miseria.
La sobresaltó la estruendosa caída del techo. Convertida en fascinante ceremonia, observó la espesa capa de polvo que se elevaba sobre los escombros. Por fin. Ahora podré sacármelo de encima. Creyendo aplastar, entre el cúmulo de ladrillos y maderas y chapas, todo vestigio de él.
Después, con el sabor de un placer inefable y desconocido, Angélica Gardiol de Keller se alejó de allí. Para siempre.
Enero 26 de 1913
Todo tuvo un carácter febril, casi vertiginoso, ese día.
El trémulo despertar por los cañonazos que presagiaban una jornada distinta. Los pobladores vestidos con las prendas más finas y elegantes, dispuestos a lucir resplandecientes para el recuerdo y las fotografías que iban a conservar en los años venideros. La concentración en la plaza, donde la música y los silbatos y la charla altisonante pretendieron atenuar la espera, hasta que el ingreso de una nutrida caravana de vehículos por la calle principal reveló la llegada del Gobernador. Entonces el alborozado clamor no fue sólo un saludo de bienvenida sino también marcó el punto inicial de la fiesta.
Quizá nunca experimentamos tantas cosas diferentes. Durante unas pocas horas. Como si todo pudiera desaparecer de pronto y quisiéramos atraparlo, vivirlo a fondo, de una vez y para siempre. Así, embargados de gratitud y respeto observaron la colocación de la piedra fundamental para el monumento a Federico Keller, el formador de la colonia; escucharon, en silencioso homenaje, el nombre de los primeros once hombres que habían decidido radicarse allí treinta y tres años atrás; expresaron con fuertes aplausos el reconocimiento hacia quienes llegaron después para trabajar y criar una familia y conferirle pujanza y relieve a ese lugar; estallaron, al fin, en desbordante muestra de orgullo y satisfacción cuando el Gobernador -en el momento más esperado y ante la vista de todos, súbitamente quietos y arrebatados- estampó su firma en el decreto que declaraba ciudad a La Florida.
Después sobrevino el delirio. Los fuegos artificiales, el interminable repiqueteo de la campana del templo, los acordes de la Banda de Música, las voces convertidas en torrencial y eufórico griterío. Todo resultó válido no sólo para celebrar la coronación de un viejo anhelo, sino también para expresar, sin ataduras ni subterfugios, la inefable cuota de dicha y victoria que abrigaba cada uno por participar en ese acto.
Sí. El día que sentimos con mayor fuerza el privilegio de pertenecer a este querido pedazo de tierra. El que elegimos para vivir y también, sin duda, para morir.
Octubre 10 de 1886
Los policías apartaron a los curiosos y, con un rudo empujón, abrieron la puerta. Después quedaron rígidos, en actitud de guardia, dispuestos a repeler cualquier sorpresivo ataque o simplemente a defenderse. No fue necesario. La quietud logró desvanecer todo síntoma de peligro y, decididos, penetraron en el cuarto.
Entonces por primera vez, desde que el disparo lo había hundido en una zona de zozobra y creciente temor, respiró aliviado. Tímidamente dio unos pasos. Desde el umbral observó a uno de los agentes efectuar una rápida inspección -abriendo la puerta del ropero, hurgando en los cajones, revolviendo la ropa- y al otro inclinado sobre el cuerpo caído junto a la cama.
-Un tiro en la cabeza -le escuchó decir con voz seca, mientras se incorporaba-. Está muerto.
Reparó de pronto en la pistola. Diminuta , casi inofensiva. Le pareció increíble que hubiera podido abatir un cuerpo tan robusto.
-¿Sabe quién era? -el policía se volvió hacia él-. ¿Puede decirme cómo se llamaba el hombre?
No debió esforzarse por identificar al pensionista. El otro agente extrajo una libreta de los objetos diseminados sobre la cama.
-Aquí están los documentos -revisó las hojas, cuidadosamente-. Se llamaba Federico Keller.
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