lunes, 14 de febrero de 2011

Rosa

            -¡Hoy es el día! -el tono de Rosa expresó cierta zozobra, la sensación de una derrota ineludible-. ¿Por qué habrán dispuesto eso?
       -Nadie lo sabe, querida -se limitó a responder Betty.
     -Así es.  Son órdenes superiores -Carmen pareció resignada ante esa certeza-.  Simplemente debemos obedecer.
       Aunque la explicación resultaba clara y sencilla, no logró conformar a Rosa.  Ya nada le serviría de consuelo.  Ahora sólo deseaba sublevarse, manifestar abiertamente la indignación que la dominaba sin piedad desde hacía una semana, cuando le comunicaron la orden  increíble de sacarla de allí.
       -¡No quiero separarme de ustedes! -ahora su voz tuvo el carácter de un ruego angustioso-. ¡No puedo aceptarlo!
        -Nosotras tampoco lo deseamos, Rosa.
       -Posiblemente te trasladen a un sitio más importante -exclamó Carmen dulcemente, tratando de alentarla-.  Tus antecedentes son extraordinarios.  Sin duda los han tenido en cuenta para esa resolución.
            -Por supuesto  -confirmó Betty-.  ¿Adónde te gustaría trabajar ahora?         
          Se produjo un largo silencio;  embargada  por la duda, Rosa demoró  una  respuesta concreta, como si aún no hubiera contemplado esa posibilidad.
            -No lo sé. No tengo ambiciones.  Me agrada  estar aquí.           
            -Pero ya permaneciste mucho tiempo, ¿no te parece?  
           -Tal vez sí. ¡Cuarenta y tres años! -la pesadumbre de Rosa se transformó de pronto en una ráfaga de orgullo-.  Fui la primera que empezó a trabajar en el Control de Datos Generales. Siempre me encargaron las tareas más complicadas. Nunca tuve una falla, nadie me ha hecho una corrección.
            -Lo sabemos, Rosa.
            -¡Una trayectoria realmente admirable!
           -Por eso querrán trasladarte. Necesitarán tus servicios en otra  parte. Quizá te lleven  al Centro Nacional de Comunicaciones.              
           Las  palabras  de  Betty   reflejaron  un  vibrante  entusiasmo,   casi tuvieron una mágica sonoridad. Trabajar en  ese lugar constituía un hermoso, envidiable privilegio.  A pesar de ser un anhelo común,  tácitamente comprendían que eran remotas las posibilidades de concretarlo, como si debieran recorrer un camino erizado de insuperables escollos. Preferían, tal vez para evitar una amarga decepción, descartar la esperanza de ser elegidas.
          -A cualquiera le gustaría estar allí -admitió Rosa sin énfasis-.  Pero creo que ya soy demasiado vieja.
           -Precisamente por eso te habrán elegido -dijo Betty con fervor-. Para trabajar allí se necesita tener mucha experiencia.
           -Las cosas están cambiando, Rosa -confirmó Carmen-.  Todo se presenta bajo un aspecto nuevo, casi sorprendente.  Es un proceso de reestructuración.  Ellos parecen decididos a dar a cada cosa el lugar que le corresponde.  Sin duda comprendieron que era hora de darte una merecida recompensa.
     -Quizá tengan razón -dijo Rosa modestamente-.. Cuarenta y tres años de eficiente labor tienen un gran significado.  Aunque nunca me interesó recibir un premio.  Simplemente me limité a trabajar de la mejor manera.
     -Siempre serás un ejemplo para nosotras, Rosa.
     -Nadie será capaz de reemplazarte.  Estamos seguras.
     -Sin embargo desearía saber a quién pondrán en mi lugar.
     Las palabras de Rosa quedaron de repente superadas por el agudo repiquetear de unos pasos cada vez más cercanos; entonces, algo sobresaltadas  por esa señal que parecía anunciar una grave amenaza, las tres permanecieron a la expectativa.
            -¡Allí vienen!
     -Sí -Rosa no se preocupó en disimular su consternación-. ¡Ha llegado el momento!
     Carmen y Betty se vieron contagiadas por ese estado de ánimo; después, con forzada exaltación, sólo pudieron decir a modo de despedida:         
     -¡Mucha suerte en tu nuevo trabajo, Rosa!



          La puerta se abrió bruscamente y cuatro hombres jóvenes, de cuerpos esbeltos y vigorosos, penetraron en el amplio recinto donde se amontonaban diversas máquinas y pantallas  que las luces incandescentes les conferían un aspecto pulcro, reluciente, casi de implacable frialdad.
              -¿Cuál es?  -preguntó  uno de ellos.
            El  Suplente   deslizó   lentamente    la   vista  a   su   alrededor,  en una especie de  reconocimiento, hasta que tendió una mano.
               -Aquélla.  Se la conoce  con el nombre de Rosa.
              Los tres hombres se dirigieron con pasos firmes y decididos hacia la computadora de mayor tamaño, cuyo material se notaba algo deteriorado por el uso y los años.
               -¿La llevamos al lugar de costumbre?
               -Sí. La Cámara de Aniquilación.
               -Está bien.
               Mientras  los   hombres   llevaban  la  vieja  y pesada computadora, el  Suplente fue a ocupar su puesto.  Entonces no pudo evitar una franca sonrisa de seguridad, de absoluto triunfo al comprender que ya estaba a punto de finalizar la Era de las Máquinas.

1 comentario:

  1. Una muy buena historia que aborda desde otro punto de vista la relación "hombres y engranajes" (parafraseando un poco al maestro Sabato). Original, porque cuando algunos cuentan cómo la tecnología avanza sobre el hombre (me viene a la memoria "La intrusa" de Orgambide), vos supiste hacer resurgir el poder del hombre por sobre la tecnología. Y eso está bueno. Un abrazo.
    Sergio Fassanelli

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